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Hay una pistola apuntando a mi sien izquierda

Hay una pistola apuntando a mi sien izquierda y no puedo parar de escribir. Un hombre vestido de negro me apunta con una pistola a la cabeza y me ordena que siga escribiendo, escribiendo sin parar, porque, de lo contrario, disparará.
Ésta es la situación: me dice que lo primero que tengo que hacer es dejar clara la situación, que todos sepan lo que está ocurriendo, o lo que ha ocurrido, puesto que, cuando lean estas líneas, seguramente habrá ocurrido. Es la situación. No sé cómo ha entrado en la habitación. No he escuchado ningún ruido, ni siquiera he visto su reflejo en el cristal de la ventana frente a la que escribo.
Ésta es la situación: está detrás de mí, de pie, con una pistola que me oprime la sien izquierda con tal presión que parece un cuchillo que quisiera clavarse en mi cerebro. Es la situación. El hombre que viste de negro está detrás de mí y yo no veo su reflejo en mi ventana. Sólo me veo a mí: yo solo en la habitación. Yo y una pistola que me estruja la sien. No se refleja nada más. Por lo que veo en el cristal, nadie empuña la pistola, nadie hay junto a mi silla. Pero eso es en el cristal; es el reflejo, no la realidad. Él está aquí, aunque no se refleje; siento cómo su respiración se desliza con violencia por mi nuca, siento su presencia junto a mí, detrás de mí, debajo de mí, encima de mí, dentro de mí, como si estuviese por toda la habitación, empuñando con fuerza la pistola.
Ésta es la situación: el hombre me ordena que siga escribiendo, y dice que me va a dictar unas frases que irremediablemente han de estar presentes en el texto. «Este será tú ultimo texto, tu última mentira, la única que, paradójicamente, será verdad. Sufrirás por tus mentiras con una verdad, por tus ficciones por una realidad. La única mentira que conoces, la tuya. Tu historia. Hoy. Sólo tu historia. Tú y el texto. Nadie más. Sólo tu historia. Tu última mentira será la tuya, y la de nadie más. Y, qué paradoja, será verdad».
Insiste en que escriba que esas palabras provienen de su voz, y también que su voz me es muy familiar, aunque no la encuentre nada familiar. Pero, de acuerdo, la voz es muy familiar, creo haberla oído durante todos los días de mi vida, a cada segundo. La presión a la que es sometida mi sien me hace escribir ahora incluso que sería capaz de identificarla, que estoy a punto de reconocerla, si bien no acierto a hacerlo por alguna misteriosa razón.
Me dice que escriba sobre la extensión del texto, de la historia, o de lo que demonios sea esta locura, que, sospecho –con fundamentos lógicos, puesto que ahora me lo confirma–, será también la extensión de mi vida, al menos de lo que me queda de ella. En efecto, me dice que escriba que me queda de vida lo que me queda de escritura, que dejaré de vivir en el momento en que deje de escribir. Por eso no puedo parar. En cuanto pare más de diez segundos, aunque sólo sea para pensar en la próxima frase, la próxima palabra, el próximo punto, lo que sea; en cuanto pare más de diez segundos por la razón que sea, apretará el gatillo. Por eso apenas puedo pensar, y lo que escribo ahora casi responde al modelo de escritura automática. Por eso hay lugares más elaborados que otros, lugares donde se repiten las palabras, lugares donde no me paro a pensar sinónimos, lugares de improvisación, como este, donde, mientras el hombre calla, yo sigo escribiendo sin saber exactamente qué decir, qué escribir. Más que nunca, escribo por escribir, y escribir me hace sentir vivo, y me sirve para conservar mi existencia, algo, no mucho, supongo. Escribo sin sentido para poder aferrarme a la vida aunque sólo sea durante unos segundos más. Escribo, escribo, escribo, escribo, escribo, y no puedo parar de escribir, escribir, escribir, escribir y escribir. Y ahora me dice que no repita más de dos veces la misma palabra, así que ya no puedo escudarme en escribir, escribir, tres, cuatro, o cinco veces, en ponerlo por escrito, una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez, once, doce, trece. «Deja de contar». Me aprieta con la pistola en la sien hasta hacerme sangrar y me dice que deje de contar como lo he estado haciendo, y que escriba que me dice que deje de contar. Así que ya no puedo poner mi esperanza en los números. «Ni se te ocurra volver a intentarlo».
No sé qué escribir, y me estoy quedando sin ideas. Desearía que el hombre no parase de hablar, que me dictase sin detenerse, que su voz que ­—he de seguir escribiendo— me resulta altamente familiar, no descansase un momento, y al menos de ese modo no me quedaría sin ideas, como ahora, que ya no sé realmente lo próximo que voy a escribir, sin tener ya ninguna posibilidad de repetir, de contar, de hacer nada que no sea escribir como siempre lo he hecho, y como ahora no se me ocurre hacerlo.
Menos mal que el hombre vuelve a hablar, y, así, consigo aliviar mi angustia, aunque por poco tiempo, porque lo que me dice me aterra, y es algo que debería haber pensado. Dice que mi vida, como mi texto, como mi historia, está sujeta a tres cosas, que hay tres elementos que configuran lo que me queda de vida, la longitud de mi escritura. Y estos elementos no son otros que imaginación, papel y tinta.
Había pensado antes en mi imaginación. Sé que en el momento en que me quede sin palabras, sin argumentos, el hombre apretará el gatillo. De ese modo no sé realmente cuanto aguantaría, aunque no es la primera vez que he de escribir compulsivamente, si bien bajo esta presión las ideas apenas vienen a mi cabeza y me resulta verdaderamente difícil poder seguir escribiendo. Pero me quedan ocho folios. Siempre he creído que eran demasiados para un texto, que las historias han de ser breves, pero ahora veo que son demasiado pocos, escasos para fundamentar en ellos la duración de una vida. Muy pocos; un espacio demasiado reducido para vivir. Por eso ahora comienzo a escribir con letra pequeña, minúscula, casi ininteligible, sin márgenes y sin apenas dejar espacio entre líneas, aunque recibo un fuerte golpe en la nuca que me insta a escribir con mayor normalidad. Me dice que mi escritura debe ser legible desde su posición, que escriba esto, que no haga trampas. No las hago. De todos modos, ahora que lo pienso, importa poco el papel que me quede por rellenar. Comienzo a comprender que mi vida no depende de los ocho folios, que serían un itinerario seguro. No. La duración del texto es mucho más azarosa. Depende de la tinta que quede en el cartucho de mi pluma. Es una duración totalmente aleatoria porque no recuerdo cuando la recargué; sólo estoy seguro de que hoy no lo he hecho, y ayer creo que escribí bastante. Pienso ahora en parar un momento, en jugármela, y revisar la tinta que me queda. No sé si utilizaría diez segundos. Probablemente. Pero la incertidumbre de no saber la tinta que dispongo; diez segundos. No sé si jugármela. No. Seguro que utilizaría más diez segundos; es demasiado poco. Por muy rápido que lo hiciese serían más de diez segundos, y no serviría para nada. Ciertamente no creo que fuese a cambiar nada. No importa no saber cuánta tinta queda en el cartucho, la duración de mi vida no va a ser diferente porque sepa la tinta que me queda. Nada cambiaría eso. Sólo sé que mi cartucho es largo –los cortos apenas duran nada–, y que hoy no lo he cambiado. La duración de mi vida está sujeta a la tinta que quede en mi cartucho y puede agotarse en cualquier momento. Esta es la situación: el hombre dice que incida en ello, que la vuelva a describir, que sea escueto y claro. La situación: diez segundos, sin imaginación, ocho –ya siete– folios y una incertidumbre que domina todo lo anterior. Escribo y es como si me desangrara poco a poco. Entiendo ahora que el hombre quiere que piense que la tinta es como mi sangre, que identifique ambos fluidos. Y lo consigue. Escribo y me desangro. Pierdo sangre y me quedo sin vida. Tinta negra sangre roja tinta roja sangre negra. Ha logrado que crea que la tinta es mi sangre hasta el punto de que llego ahora a consustancializarme con la pluma. Más que en ningún otro momento, las herramientas de escritura son ahora prolongación de mis miembros. Sin ellas no puedo vivir. Papel, pluma y tinta se han simbiotizado, y yo me he convertido en un ser proteico, que sólo puede sobrevivir, poco, es cierto, mediante prótesis. El hombre que me apunta con la pistola me ha condenado a dejar escapar una sangre que no es mi sangre como si fuera mi sangre, porque en el momento en que se acabe yo también habré finalizado. Sangre y tinta, mano y pluma, imaginación y papel, ser humano y escritura. Ambos en una misma agonía. Pero debo seguir escribiendo. Sin ideas porque el hombre calla. Sin espacio porque sólo quedan seis folios. Con agonía porque no sé en el instante en que fallará mi pluma. No puedo parar de escribir. Es cierto. Más de diez segundos de reflexión acabarían con mi vida. Me queda muy poca, muy poca vida. Y debo aprovecharla. Pienso una décima de segundo y comienzo a hacer algo que debería haber hecho antes: comienzo a escribir despacio.
No sé por qué, pero hasta ahora supongo que la presión me ha inducido a escribir compulsivamente, con un trazo excesivamente rápido. No sé por qué lo he hecho. El hombre que apunta a mi sien izquierda en ningún momento me ha dicho que escriba rápido. He sido yo el que ha malinterpretado sus palabras. ¿Por qué? Ya no importa. He desperdiciado tiempo de vida y ya no lo puedo cambiar. Lo único que puedo hacer es reducir el ritmo de escritura a partir de ahora. Escribir lentamente cada palabra mientras pienso la siguiente, demorándome en las letras, realizando el círculo completo de la o, el punto perfecto de la i, fijándome en las tildes, haciéndolas visibles, esmerándome en su trazo. De esta manera moriré, es cierto, porque en algún momento se habrá de acabar la tinta, pero me parece una buena estrategia, no sólo para demorar el momento –breve demora– sino también para intentar, en la medida de lo posible, aminorar este proceso agónico.
Así. Despacio. Sin prisa. Pausadamente. Pensando en la siguiente palabra. Intentando no pensar en el porqué de este proceso de escritura. Intentando no pensar que mi vida está sujeta a la longitud del texto. Intentando no pensar. Intentando no pensar. Sólo escribir.
NO. TODAVÍA NO. Mi corazón casi explota. Mi cerebro también. El hombre ha apretado el gatillo. Pero no ha sucedido nada. Mi corazón está a punto de explotar. Ciento cincuenta, doscientos, no sé cuantos latidos. Los siento en la cabeza, sobre todo en mi sien izquierda, junto a la pistola que me vuelve a oprimir cada vez con más fuerza. El hombre me dice que escriba esto, que la pistola tiene sólo una bala, que está jugando a la ruleta rusa conmigo, que él juega conmigo como yo lo hice con él, y que cada vez que vuelva a escribir como antes disparará, y que la bala puede tardar cinco disparos o puede estar en el siguiente. Y yo le pregunto por escrito, sin hablar, para no perder diez segundos, ¿qué debo hacer para evitar mi muerte? Se lo pregunto así porque sé que lee lo que escribo, se lo pregunto para intentar obtener una contestación. A pesar de todo el miedo que siento, no creía que fuese en serio, que fuese real, hasta que he sentido ese clic de la percusión del mecanismo de la pistola junto a mi sien izquierda. No me ha dado tiempo a nada. No se me han pasado por la mente los recuerdos de toda mi vida, eso que dicen que ocurre en el momento de la muerte. No, no me ha ocurrido nada de eso. Sólo he escuchado el clic, y nada más. Me he quedado paralizado y he vivido el momento en presente. Sólo he escuchado la percusión del gatillo, y nada más. Ningún recuerdo, ninguna imagen; sólo miedo, mucho miedo. Lo único que he podido hacer ha sido escribir NO. Sólo he sentido una frase que parecía provenir de mi sien izquierda: NO, TODAVÍA NO. No era el momento, he sentido que no era el momento. Y ahora advierto que, tras el disparo fallido, he comenzado de nuevo a escribir compulsivamente, sin parar un sólo segundo. Posiblemente sea el miedo, el pánico, el que me hace escribir tan rápido, como si con cada palabra, con cada trazo, estuviera huyendo de algo, como si aquel que me quiere dar muerte me acechase en la frase anterior, como si esto fuese una persecución textual, y él me siguiese por los renglones, como si le llevase una línea de ventaja, mi mano a su ojo, mi pluma a su mirada, como si intentase desafiarlo de este modo, como si, en realidad, haciendo esto pudiera salvar mi vida. No sé nada. Tengo miedo y no puedo dejar de escribir. Y ahora vuelvo a pensar en la pluma, en la tinta, en la tinta que queda en el cartucho de la pluma. Agonizo de nuevo.
¿Yo he jugado con él? ¿Cuándo? ¿Dónde? Antes me ha dicho que estaba jugando conmigo como yo había jugado con él. Pero no acierto a saber qué significado tienen esas palabras. No recuerdo haber jugado con nadie que no se reflejase en el cristal, con nadie con ese tono de voz, con nadie vestido de ese negro que nunca antes había visto, con nadie que tuviese esa presencia angustiosa. No lo recuerdo. «¿No lo recuerdas?», me hace escribir. No lo recuerdo. «¿No recuerdas una habitación en penumbra con tan sólo una bombilla encendida a la que un hombre mira eternamente?», me vuelve a ordenar que escriba. Sí la recuerdo. Recuerdo esa habitación. Es una habitación imaginaria. Es la habitación de uno de mis relatos. Pero esa habitación no existe, ni mucho menos esa situación. Esa situación no existe, es una ficción. ¿Cómo es posible que me pueda hablar de ella? Es de uno de mis cuentos inéditos. Hasta el momento nadie lo ha leído. Sí recuerdo la habitación. Pero no entiendo qué tiene que ver con esto. «El hombre. ¿No recuerdas aquel hombre? ¿El hombre de las pupilas blancas, del lagrimal encharcado de sangre? ¿No lo recuerdas? Mírame a los ojos».
No es posible-es imposible-no es posible-es imposible. Me ha permitido mirarlo a los ojos, y me ha dicho que escriba que me ha permitido mirarlo a los ojos. Sus pupilas son blancas y, por los rastros de su cara, parece que hubiera estado llorando sangre, que hubiese estado sangrando por sus pupilas blancas. Lo he mirado durante menos de diez segundos. No he tenido más tiempo, ni tampoco más coraje. No he podido aguantarle la mirada. Mi sien ha descansado ocho o nueve segundos, pero yo no he podido aguantar una mirada que no mira. El hombre está ciego o parece estarlo, como el hombre de mi relato. Pero es imposible. Es un personaje de ficción. No puede estar ahora aquí, jugando conmigo como, ciertamente, si es el personaje de mi relato, yo he jugado con él. No puede estar y, sin embargo, está, aquí, con la pistola de nuevo apuntando a mi sien, a mi sien izquierda, cada vez con una presión mayor. Es aquel hombre que eternamente miraba una bombilla en una habitación en penumbra. En mi relato, el hombre estaba sentado en una silla, y permanecía así durante todo el tiempo, en un universo paralelo, mientras yo hacía preguntas sobre el origen de su ceguera, de su mirada ciega a la bombilla; mientras yo, ciertamente, jugaba con él, con su eternidad… «mientras recubrías de absurdas mentiras una mentira anterior, mientras realizabas conjeturas sobre una ficción» me ordena que escriba ahora. Y yo lo hago en el siguiente folio, por lo que ya tan sólo son tres los que me quedan. Juega conmigo como yo lo he hecho con él. ¿Sirve de algo pedir perdón?, pregunto para que lo lea. «De nada sirve pedir perdón cuando con una mentira me has condenado para la eternidad», es lo que responde.
NO. TODAVÍA NO. De nuevo ha disparado y he vuelto a escuchar el clic de la percusión del gatillo. Me late el corazón con tal fuerza que es difícil expresarlo mediante la escritura, pero, por alguna razón, he sentido menos miedo que la vez anterior. Quizá sea porque comienzo a pensar que todo es fruto de mi imaginación, porque cuando he mirado al hombre a los ojos he observado algo extraño. Parecía como si lo estuviese viendo desde fuera, desde una perspectiva extraña, como si entre nosotros no estuviese presente esa distancia de apenas treinta centímetros que parece haber en la realidad.
Ahora que lo pienso, cuando he mirado sus ojos he reconocido los ojos de aquel hombre al que condené a mirar eternamente una bombilla, los ojos del personaje de mi relato. Pero ¿cómo lo he hecho si yo nunca antes había visto esos ojos? ¿Cómo he sido capaz de reconocer algo que jamás había conocido? No es posible re-conocer sin previamente conocer. Eso es de las pocas cosas en las que creo. Y, sin embargo, yo he reconocido los ojos del hombre que me sigue apuntando con una pistola y que está leyendo estas frases. ¿Cómo puede leer con esas pupilas blancas? No es posible que vea y, sin embargo, ve. Ve y lee, o al menos esa es la sensación que tengo, que el hombre, a pesar de estar ciego, me ve y me mira. Y ¿por qué? Es difícil saberlo, pero ahora comienzo a tenerlo claro. Hay varios puntos a lo largo de lo ocurrido que me hacen dudar de esta presencia tras mi espalda. He visto en sus ojos exactamente los ojos que imaginé para mi personaje. Son unos ojos ficticios que parecen no ver y ven, o que ven a pesar de que no pueden ver. No es posible que tales ojos existan. Veo en el hombre sólo lo que he sido capaz de imaginar, y nada más. El cristal en el que no se refleja parece ser en esta ocasión, al contrario que la mayoría de las veces, el criterio de verdad.
¿Es mi imaginación la que hace que vea a este hombre? Ciertamente no estoy seguro. Lo que pienso ahora, en el momento en el que me adentro en el penúltimo folio del que dispongo, es que, a lo largo de todo el escrito, he tenido la sensación de que el hombre, más que detrás de mi espalda, más que en toda la habitación, estaba presente en el texto. Creo que antes lo he escrito, no lo recuerdo y, por supuesto, no me puedo detener a comprobarlo: esto se asemeja a una persecución textual. Parece que el hombre está en el texto, acechándome párrafo a párrafo, condenándome, como, supuestamente, yo lo condené a él, a escribir con su presencia, con su presencia tras de mí, alrededor de mí y, con el escrito, a través de mí. Sí. Ésa parece ser la solución. Él hombre sólo vive a través de mí. ¿Qué pasaría si dejase de escribir? Pero le he visto los ojos. Son reales, pero no pueden ser reales. Y lo vuelvo a mirar de reojo mientras sigo sin ver su reflejo en el cristal. Me queda un folio y medio y el hombre que hay tras de mí parece perder consistencia. Ya no estoy tan seguro de que esté ahí, ya no siento su respiración en mi nuca. Definitivamente no está. Miro hacia atrás y parece comenzar a desvanecerse. Poco a poco su presencia se aleja, la siento cada vez más lejana. La dejo de sentir. El hombre ya no está. Pero ¿la pistola? Sigue habiendo una pistola que me oprime la sien izquierda, y lo sigue haciendo con la misma presión que antes. Miro al cristal buscando un reflejo. Y lo veo claro. Ahora hay una mano que empuña la pistola, una mano que realmente sí me es familiar, demasiado familiar. Mi mano izquierda sujeta la pistola me presiona la sien izquierda. ¿Cómo es posible que no me hubiese dado cuenta con anterioridad? El reflejo en el cristal. No era creíble. La imaginación a veces traiciona. Me ha vuelto a suceder. Otra vez. Creía que lo había superado, pero esta vez ha ocurrido con mayor virulencia que en otras ocasiones. No debía haber vuelto a escribir. Lo dijo el médico. No debía haber vuelto a escribir. Psicosis literaria. No sabía que tal enfermedad existía. Pero ciertamente existe. Desdoblamiento del yo, o desdoblamiento de la perspectiva del yo, de los lugares de percepción. Me ha pasado otras veces, pero no como ahora. Un yo narrador, un yo escritor, un yo personaje, un yo lector, un yo lector-personaje, un yo escritor-personaje, diversos yo-mentira y, supuestamente, un yo-verdad, el yo-psicótico, el que está detrás de todas la mentiras.
No debería haber vuelto a escribir. El médico me advirtió que era demasiado peligroso, que el peligro se acrecentaba porque bajo todos esos yo, incluso bajo el supuesto yo-verdad, se esconde otro aún más poderoso, el verdadero creador de la psicosis, el que empuña la pistola que apunta a mi sien izquierda, un yo más poderoso que yo que escribo ahora, uno que me supera y al que sólo puedo rendirme: un yo-ludópata. Un adicto al juego, que entiende la escritura, y la vida, como un juego. Los juegos son invenciones, mentiras sobre las que crean reglas que se presuponen verdaderas.
En todo juego hay una regla a la que obedecer, porque incluso las ficciones han de ser regladas. El yo ludópata me apunta y me oprime la sien, yo siento esa fuerza en mi brazo izquierdo, que comparto con el yo-ludópata. Una fuerza que se acentúa al comprobar que apenas quedan unos pocos centímetros para que se acabe el papel, el último folio. Y aún me queda tinta en el cartucho. No sé cuánta, si poca o mucha. Lo cierto es que me va a sobrar toda. Al final, el papel, y no la tinta o la imaginación, ha definido la extensión del escrito ¿y de mi vida? Ahora que sé que, en el fondo soy yo, un yo, el que empuña la pistola, ya no es necesaria la muerte. Ya no hay –nunca lo ha habido– un hombre tras de mí. Pero no sé por qué siento una angustiosa agonía ante el espacio que me queda, un tremendo vértigo ante unos pocos centímetros. Escribo con letra minúscula, apenas legible, intentando apurar el escaso espacio del que dispongo. Sólo es un juego, un juego literario. «Un juego», confirma mi yo-ludópata. No quiero seguir jugando. Ya no es necesario. «Un intento más, sólo un intento. Mitad y mitad; sólo quedarían tres». NO. TODAVÍA NO. He tenido suerte. Se acaba el papel. No voy a seguir jugando. El juego finaliza cuando se aprieta el gatillo por última vez. AHORA.

Comentarios

  1. Bravo. No te voy a preguntar si lo escribiste de verdad con esa pistola apuntándote a la sien, sería demasiado. Es magnífico

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