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Estética migratoria

Hace unos meses, ayudé a unos amigos holandeses a rodar un documental sobre la inmigración en Murcia. Otro amigo, policía para más señas, nos dijo que si queríamos ver una “estampa” típica de documental nos acercásemos cualquier día a las seis de la mañana a una gasolinera cercana al lugar donde trabajo. Allí encontraríamos a más de cincuenta ilegales, mochila en mano, dispuestos a trabajar en lo que sea.

La estampa, en efecto, era terrible, y también curiosa. Como curioso fue lo que nos ocurrió. Nos acercamos a ellos para intentar hacerles algunas preguntas, y al creer que íbamos a ofrecerles trabajo, corrieron todos hacia mi coche e intentaron meterse dentro. De los cincuenta, entraron al menos ocho. No sé cómo, pero entraron. Y sólo después de más de diez minutos de malentendidos y negociaciones, y tras saber que no iban a trabajar, logré convencerlos para que bajaran. A todos, menos a un senegalés con una cazadora azul que se había aferrado al asiento del conductor, y que imploraba que lo llevase a trabajar en lo que fuese y al precio que fuese, sin llegar siquiera a comprender, en su desesperación, que estaba sentado al volante, impidiendo todo aquello que solicitaba.

La situación fue muy tensa y dramática, pero, también bastante absurda y –lo confieso, aunque me pese– humorística. Irónicamente pensé entonces que a la afirmación de Rilke según la cual lo bello es el comienzo de lo terrible que podemos soportar, habría que añadir otra que rezase algo así como que lo terrible es el comienzo de lo absurdo que estamos dispuestos a aguantar.

Al final, logré bajarlos del coche, y precisamente el chico que no quería –o no sabía– bajar, accedió, por unos cochinos veinte euros, a contestar unas preguntas sobre su situación. Era un traductor de francés de 19 años que había decidido venir a España a esperar otra regularización del gobierno. Durante el tiempo de la entrevista, recuperó su dignidad y se situó por primera vez en el lugar de la enunciación. Dijo, en lugar de ser dicho. Sus respuestas eran inteligentes, y aún más sus preguntas. La verdad es que en ese momento me sentí como una gran mierda. Un sentimiento que fue in crescendo. Y es que, tras alejarnos a nuestro mundo intelectual y progresista, al día siguiente, volví a verlo. Pasé en la moto hacia el trabajo y pude distinguirlo entre la multitud por su llamativa cazadora azul. Y así durante tres meses. Todas las mañanas, en el mismo lugar –ya no el de la enunciación– con la misma cazadora y con la misma expresión. En ocasiones nos cruzamos las miradas, y no sé si me reconoce o simplemente me mira porque hay un lugar libre en la moto.

Hoy, como si nada hubiese ocurrido en el mundo, el senegalés seguía apoyado a un depósito de la gasolinera. Al verlo, he aminorado la marcha de la moto, y creo que ha sido entonces cuando me ha reconocido. He querido parar. Pero no he sido capaz de desearle un buen año. No he tenido la paradójica valentía del cínico.

Comentarios

  1. Miguel,
    La situación que cuentas es la de tantos y tantos que cuesta imaginar individualmente al senagalés de la cazadora azul...
    Hace poco, leyendo la autobiografia de Jean Amery, en la que se maldice por haber "vivido en el bosque", durante el tiempo previo al horror del nazismo, yo me interrogaba a mí mismo, pensando si no seremos nosotros también ajenos al horror que rodea nuestro bosque, y al que, por dejadez, comodidad o pereza de realidad, no dedicamos la atención que nos reclama. Pensaba qué personas son hoy los malditos de la sociedad, como en su tiempo y lugar lo fue el bueno de Amery.
    No encuentro otra repuesta que los senegaleses de cazadora azul. Ojalá llegue pronto el día en el que miremos atrás y no podamos comprender cómo pudimos dar la espalda a la realidad de estas personas, como hoy no comprendemos que en su momento se mirara hacia otro lado mientras la realidad gritaba exigiendo nuestra atención.

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  2. Una vez alguien viajó en uno de esos autobuses urbanos de malos modales y rótulos amarillos con un traductor de francés. Acababa de llegar de Senegal. Luego ella me llamó para contármelo y le temblaba un poco el pulso mientras nos dirigíamos a la facultad y teníamos precisamente clase de Teoría y Práctica de la Traducción. Ellos (él con ella, ella con él) estuvieron mucho tiempo en contacto y luego lo encontrábamos en miles de sitios haciendo trabajos tristes, monótonos y tan lejos de las letras que él amaba... Quizá haya muchos traductores de francés ateridos en las gasolineras.
    Mejor punto y aparte. Nunca he entendido de puntuación.
    Quería decir que gracias por las señales de humo y que yo también tengo mis tonterías, y que no me pueden gustar así como lo hacen las tuyas porque las mías nacen y viven impregnadas de ese toque febril y narcisista que deja la adolescencia. Me pregunto cuándo me atreveré a abandonarla.

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  3. Querido Galder, ciertamente es una situación tan extendida que llegar a lo personal es lo que más trabajo cuesta. Por eso me ha perturbado tanto la situación, porque es precisamente cuando la masa se hace individuo cuando se ve la magnitud del fenómeno. Creo sinceramente, aunque muchos me tilden de cínico, que el complejo de culpa es necesario. De culpa y de responsabilidad. Todo lo que digamos, todo lo que podamos escribir, debe ser supurar esta situación, hasta las cosas más aparentemente alejadas. Hay días en los que se me olvida, pero otros en los que no puedo tirar con mi cuerpo. Y en esos, me descubro cobarde y altivo. Pero nunca hago nada. Y no creo, como muchos otros, que con señalar sin embarrarse se esté haciendo demasido. Culpabilidad, pues, y nada más. Debemos vivir con eso.

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