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La cantina del hospital

Me llaman para decirme que un familiar está ingresado el hospital. No es nada demasiado grave, pero tengo que ir a visitarlo. Y la verdad es que no me apetece nada. Los hospitales me traen muy malos recuerdos. He pasado demasiado tiempo en ellos y no acabo de cogerles el gustillo. Sin embargo, hay algo que todavía me atrae de estos lugares patéticos, algo que, probablemente, y quizá sea triste afirmarlo, me anima a visitar a este familiar enfermo: la cantina.

Las cantinas de los hospitales siempre me han parecido lugares reconfortantes. De hecho, cuando recuerdo el tiempo pasado con mi padre en la UCI, la imagen de la cantina me relaja, e incluso me hace que la sensación no acabe de ser tan terrible como fue. La cantina parece el único lugar donde la tempestad amaina y todo se calma por momentos. Es como un pequeño abrevadero donde el agua vuelve a su cauce. Por muy destrozado que uno esté, allí se suspende por momentos la agonía y es posible llegar, hasta cierto punto, a desconectar con el desastre. Una pausa necesaria, incluso para el sufrimiento.

Al poco tiempo de la muerte de mi padre, por otras razones que nada tenían que ver con la enfermedad, volví a la cantina del hospital, y me ocurrió algo curioso. Mientras me tomaba un bocadillo de tortilla, y sin saber exactamente por qué, me comencé a sentir el hombre más dichoso del mundo. Comencé entonces a mirar a la gente e imaginar por qué estaban allí, a qué dolencias se enfrentaban sus seres queridos, qué enfermedad se encontraba detrás de cada taza de café. Fue en ese momento, al verme como un voyeur del sufrimiento, cuando empezó a rondar por mi mente el argumento para un relato que quizá escriba algún día. La historia de un hombre que, tras haberlo perdido todo, sólo pudo, en adelante, desayunar, comer y cenar en la cantina del hospital, reconfortándose, desde la distancia, con los momentos de sosiego del dolor de los demás. Recuerdo que estuve varios días pensando en esa historia. Varios días en los que sólo escribí una frase, no sé si principio, final o corolario:

“Nada me sorprende tanto como ver a un hombre, cuya esposa está a punto de morir, pidiendo, sin que le tiemble la voz, un café con leche y un donut de chocolate”.

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