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Tecnologías de segunda mano III. Retromanía y asimilación

Originalmente en Salonkritik

Las dos entregas anteriores de esta serie de textos (publicados en forma seriada en Domingo festín caníbal de Salonkritik) intentaron mostrar la presencia de lo obsoleto en la cultura de masas y el arte de la contemporaneidad. Los usos de tecnología del pasado en Fringe y en la obra Rheinmetall / Victoria 8, de Rodney Graham, me sirvieron como ejemplo de la tendencia de la cultura visual de nuestros días a trabajar con estéticas anacrónicas y anticuadas como una puesta en obra de estrategias de resistencia ante los avances del tiempo y la historia. Una estrategia que no cesa y que, como se ha dicho en reiteradas ocasiones, ha tenido uno de sus episodios más recientes en los últimos Oscar con la confrontación entre dos modos de nostalgia: la nostalgia pasiva y conservadora de The Artist y la nostalgia operativa, de rescate –que pretendía actualizar a Méliès–, de La invención de Hugo.

# Lugares comunes

Esta presencia de lo obsoleto y lo nostálgico se ha convertido ya en un género en sí mismo. Y la manera más extendida de abordarlo es aludir a Walter Benjamin y a su lectura del potencial de lo obsoleto para cambiar el presente (Benjamin, 2007; Buck-Morss, 1995). Los textos de Susan Buck-Morss, como otros muchos de Rosalind Krauss o Hal Foster han consolidado esta referencia a la potencia de lo antiguo y a la energía revolucionaría de lo descartado, convirtiendo el mero uso del pasado en una forma de resistencia ante el progreso. La consolidación de esta lectura la encontramos en el número de la primavera de 2002 de la revista October, que para celebrar su número 100 dedicó un especial a la cuestión de la obsolescencia. Inspirado directamente en la filosofía de la historia de Benjamin y en su crítica al progreso, los editores, George Baker y Rosalind Krauss, observaban las potencialidades de los usos del pasado en el arte del presente. Y según su posición, el recurso a la obsolescencia podría ser visto como una “táctica de resistencia” al paso del tiempo y al progreso de la sociedad industrial.

Esta alusión a Benjamin –y en otros muchos textos también a Adorno– se ha convertido en un lugar común en la historia del arte contemporáneo, que sigue tomando esa actitud de rescate de lo obsoleto y lo pasado de moda como una posición crítica. Sin embargo, como lúcidamente ha observado Joel Burges (2011), los cambios en las políticas de producción y la consolidación de la estrategia de la obsolescencia programada cambian por completo ese sentido crítico del empleo del pasado, que ya es integrado en la propia lógica de consumo.

Esta nueva fase de “la producción de lo viejo”, si se piensa bien, coincide con los inicios del capitalismo tardío y sus principios tienen que ver mucho con la lógica de la posmodernidad tal y como fue vista por el Fredric Jameson (1991). Una lógica según la cual ya no hay nada exterior al capitalismo, de manera que cualquier actividad se convierte en algo inmanente a un mercado que es total, flexible y global. La obsolescencia, en esta nueva fase, dejaría de ser un resto que ocupa el exterior para convertirse en algo inherente del sistema⁠. El residuo pasa de ser una de las consecuencias de la producción industrial a convertirse en uno de sus motores. Una forma deliberada de producción que aprovecha las supuestas fallas o efectos del sistema para consolidar su propio funcionamiento. Es lo que se ha denominado “obsolescencia programada” y que produce tres efectos fundamentales sobre la producción: una aceleración del consumo repetitivo de la novedad que da lugar una acumulación cada vez mayor de residuo; una integración de ese residuo en un mercado paralelo, el mercado de segunda mano; y una reintegración de esa mercancía a través de lo afectivo en el ámbito de la novedad, lo que podemos llamar comercialización de la nostalgia o “retromanía”.

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