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El museo como puerta

Publicado originalmente en El cultural

En Punto Omega, Don DeLillo describe la experiencia de un visitante que se encuentra en una galería frente a 24 Hour Psycho, la obra de Douglas Gordon que consiste en la ralentización del célebre filme de Alfred Hitchcock hasta llegar a veinticuatro horas. En la sala, protegido por la oscuridad y bañado en la luz de las imágenes, el protagonista de la novela de DeLillo tiene la sensación de habitar un tiempo diferente y de encontrarse frente a un modo de percepción alternativo al de la vida cotidiana. Las obras de Douglas Gordon suelen provocar ese efecto en el espectador. Pero esa sensación de interrupción y temporalidad alterada, ¿sería la misma si en lugar de enfrentarnos a ellas en una sala de exposiciones lo hiciéramos en nuestra televisión o en el ordenador? Probablemente no. Porque la obra es el vídeo, por supuesto, pero la experiencia que propone necesita la presencia de un cuerpo en un espacio. Y lo que ocurre de modo evidente con la obra de Gordon, sucede con gran parte de las obras de arte, que siguen necesitando de un espacio real para ser experimentadas. Hoy, en plena era de la desmaterialización, todavía hay experiencias que es necesario vivir cuerpo a cuerpo. La del arte es una de ellas.

Marina Abramovic y Ulay, Imponderabilia, 1977
A riesgo de parecer reaccionario, y en un momento en el que el discurso sobre los museos tiende más bien hacia lo virtual y la puesta en cuestión de la ontología de la presencia, me gustaría reivindicar aquí la experiencia física y corporal del museo y la necesidad de preservar el sentido tangible y material de la confrontación directa con las obras. El museo como espacio de conservación, estudio y enseñanza, por supuesto pero, sobre todo, como lugar de encuentro sensible. En un momento de desaparición del tiempo y evitación del cuerpo, el museo nos sirve como espacio de resistencia, como una suerte de grieta por la que se cuelan modalidades de experiencia que alteran el orden cotidiano de las cosas.

Nos enfrentamos hoy a una situación compleja, que viene de lejos: el paso del museo como templo, que proporcionaba una experiencia casi sagrada del arte, al museo como supermercado y espacio del entretenimiento, el museo de las multitudes, donde la experiencia artística se ha convertido en turismo cultural. Algunos nostálgicos, como Jean Clair, reivindican sin cesar la vuelta a esa experiencia sagrada y cultural del arte frente al imperio de la banalidad. Sin embargo, si lo pensamos bien, tanto una como otra opción, el templo o el mercado, acaban siendo problemáticas. La primera nos aleja de la realidad y anula la subjetividad a través de la imposición de un discurso que nos sobrepasa. La segunda no supone corte alguno con la vida y acaba transformado la experiencia museística en un acto de consumo cultural rutinario. 

Quizá deberíamos optar por una opción diferente: el museo como umbral, como un lugar que no pierda del todo el contacto con la vida pero, al mismo tiempo, que suponga una cierta cesura, una interrupción de la temporalidad cotidiana. Un espacio de conflicto entre realidades. Me viene ahora a la cabeza Imponderabilia, la obra de Marina Abramovic y Ulay en la que se situaban desnudos uno frente a otro como si fueran los quicios de una puerta en la Galería Comunal de Arte Moderno de Bolonia. Cualquiera que quisiera entrar o salir tenía que rozarse con los cuerpos desnudos. El tacto, sentido maldito de la modernidad, se convertía en un imponderable. Y el espectador era confrontado con algo que alteraba su experiencia sensible y lo hacía consciente de su cuerpo. Quizá ésa sea la verdadera experiencia del museo, la de la alteración de los regímenes hegemónicos de sensibilidad. El museo como lugar de los cuerpos, como espacio de con-tacto. Un umbral en el que el cuerpo resiste, se altera y se rematerializa. El museo como puerta.

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