[ Transcripción del texto leído en Preferiría no hacerlo, programa literario de Aragón Radio. Escuchar el podcast aquí (Mins. 27'-33')]
La única obligación de la beca durante este semestre es asistir al
seminario de los miércoles. Cada semana, uno de los becarios envía un texto a
los demás y durante dos horas lo discutimos en profundidad, como si nos fuera
la vida en ello. Es una especie de performance
académica en la que uno tiene que mostrarse y afirmar que sabe lo
suficiente para estar aquí.
Reconozco que me está costando acostumbrarme. Los miro a todos,
comprometidos con lo que dicen, inteligentes, leídos, perfectos… y tengo la
sensación de que me estoy perdiendo algo. Hay momentos en los que no llego a
saber del todo si soy el más listo de la clase o si no me he enterado de nada,
si he llegado a esto demasiado tarde o demasiado pronto. Me pasa lo mismo con
mucho de lo que leo. Nunca tengo claro si estoy de vuelta de todo y he
adquirido ya la distancia justa para ver las cosas con una mirada crítica o si
en el fondo nunca he llegado del todo a estar en este lado y no soy más que un
impostor que ni siquiera sabe cuándo está fingiendo. Como digo, n o lo tengo
nada claro. En los seminarios me consuelo pensando que la culpa la tiene el
inglés.
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Domingo de festival y luna sangrienta. El porchfest llena los porches de Fall Creek de música de todos los
estilos. La gente del pueblo toma las calles y se percibe una especie de buen
ambiente extraño. Todo se mueve entre lo hippie y lo hipster. Entre lo
ecológico y lo cool. Entre el Quechua y
las camisas de cuadros. Así es Ithaca. Ecoológica y hippyster. Estos son los
únicos juegos de palabras que de momento puedo hacer en inglés.
Por la noche, contemplo el eclipse de luna desde el observatorio de la
Universidad. Camino en la oscuridad y siento que algo se mueve por dentro, como
si realmente comenzase a recuperar el tiempo. ¿Será necesario que la luna se
vuelva roja para que por fin todo se ralentice? De vuelta a casa, compro un
sándwich sin pararme siquiera a ver de lo que es y me tiendo en el césped de un
parque a disfrutar del momento. Son las once de la noche. El sándwich es de
mermelada y crema de cacahuete. Todo está en silencio. Miro la luna. Comienzo a
estar aquí.
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Lectura pública de Colson Whitehead organizada por el departamento de
inglés. He leído Zona Uno, una
especie de thriller culto sobre zombis que, aunque me dejó algo frío, me
pareció una apuesta interesante. Ricardo, uno de los becarios, ha escrito sobre
él y me recomienda vivamente El
intuicionista. Es su novela de verdad, dice. Después de la lectura, compro el libro sin pensarlo demasiado, cautivado por lo que veo y escucho en la sala.
La puesta en escena es brillante: rastas, chaqueta de cuadros, camiseta verde,
impostación perfecta de la voz, elegancia… es un escritor como los de las
películas. La lectura, con la sala a rebosar de fans, parece, de hecho, una escena típicas de las películas sobre escritores. La recepción posterior la sirven en la segunda planta, junto al lounge Pálido Fuego, una especie de santuario profano dedicado a Nabokov. Me quedo allí un momento capturado por las imágenes y los libros. Me sobreviene de pronto una especie Stendhal al verme desde fuera en ese lugar.
Comento
a unos amigos que también yo escribo ficción. Cuando me preguntan si he
publicado algo y digo que sí, siento cómo se transforman las miradas. So you are a published writer, my God. Tengo la sensación de que aquí realmente importa haber escrito un libro. Aquí eso es algo serio. Aquí un libro es
un libro.
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Ocurre en este lugar algo con los pies que no acabo de entender. Una pulsión de
chancla, una tendencia incluso a ir descalzo que me llama profundamente la
atención. En casa, todo el mundo. Y en la calle, también. No importa que
llueva, truene o haga frío. Abrigo y chancleta. Y pies polvorientos, llenos de
barro y encallecidos. Sé que me pierdo algo en la conexión con la naturaleza,
pero nunca he podido con la sensación de tener los pies sucios. Soy demasiado
urbanita para eso. Me siento extraño fuera de los calcetines. Por alguna razón
necesito esa profilaxis para caminar. Calcetines y zapatillas. Esa es mi
desnudez.
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Me he emborrachado varias veces con mis vecinos. Joe es americano y hace
años trabajó de camarero en Ithaca. Conoce todos los bares y me asesora con las
cervezas. Maria es irlandesa y tiene más aguante del que yo jamás podré soñar.
Además, lee a Joyce en voz alta y escribe sobre cine . Los viernes comienzan en
su casa. Vino, whisky y cerveza. Luego bajamos al Downtown y tomamos unos
cócteles junto al restaurante francés. Después siempre hay algo en casa de
alguien. No importa la hora que sea. Hay bebida gratis, música y conversación.
Sin embargo, en ese momento del día mi inglés ya se ha derrumbado del todo y a
veces incluso he perdido mi acento.
Al final ha sido una suerte tener que cambiarme de casa. En el fondo esto
es lo que andaba buscando. Una puerta abierta al mundo real. Ithaca ha dejado
de ser una postal exótica. Comienzo por primera vez a tener la sensación de que
habito este lugar. Siento por fin que empiezo a estar dentro de la imagen.
Jajaja y El nino de Rosemary al fin de noche :-)
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