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Pasacalles

Llevo una tarde de cabreos del carajo. Si hay una cosa que no soporto es el catetismo. Y hoy me he visto rodeado de catetos que creen que lo suyo es lo mejor y que nadie puede enseñarles nada, que un artista de talla internacional o un profesor de Harvard no puede hacer nada con sentido en Murcia, que somos los suficientemente buenos e inteligentes para que vengan a contarnos la milonga, y que ya se sabe todo. Y esto, que lo tengo que oír sobre todos los días sobre el Cendeac, ahora tengo que escucharlo sobre una iniciativa interesante como es el Proyecto de Arte Contemporáneo, comisariado por Bourriaud. Pero, en fin, prefiero olvidarlo porque me llevan los demonios.

Lo importante de verdad es que ya ha llegado la Semana Santa, y mi calle ha sido tomada. No tengo nada en contra de la Semana Santa, Dios me libre; simplemente, la miro con distancia. De todos modos, como en lo demás, en esto siempre hay grados. Yo soy de pueblo. Y puedo decir que la Semana Santa de mi pueblo es de bajo cero, cutre a más no poder; con unos santos feos de narices, tanto que parecen estar esperado su turno en Cambio Radical. Esto, en cualquier caso, merecería un post aparte. Y es que la Semana Santa de los pueblos se podría utilizar como argumento para la existencia de Dios. Es comprensible que la gente vaya detrás y debajo de un trono en el que se lleve a Zidane o a Angelina Jolie (maquillada y bien vestida, por supuesto). Pero si las tallas horrorosas de la Semana Santa de pueblo mueven masas, es sólo porque Dios existe.

No quiero olvidar lo que me ha conducido a escribir este post: el pasacalles. Las fiestas de los pueblos (y la semana santa no se escapa) son momentos en los que en lugar de despertarte el reguetón de la familia de enfrente, te despiertan una serie de energúmenos con gorra y clarinete al son de las Supremas de Móstoles. Porque, más allá de la glorificación de Nuestro Señor Jesucristo, lo que se encuentra debajo de la Semana Santa de pedanías, es el espíritu de las Supremas. Y no lo digo como analista del inconsciente pasionario, sino como sufridor del lugar de reunión de la banda del pasacalles. La ventana de mi despacho de casa, el lugar desde el que escribo siempre estas neuras, da a un solar en el que se reunen los músicos antes de inundar con su melodía las calles del pueblo. Y antes de salir es eso lo que ensayan: las Supremas, Shakira, o, como mucho, la banda sonora del señor de los Anillos (ésta quizá reaprovechable). Pero lo que está claro es que no ensayan marchas de Semana Santa. ¿Por qué? Porque no les gusta. Así de sencillo.

Mi teoría es que esos músicos sufren. Y sufren porque reprimen sus instintos. Les gusta Shakira. Lo otro están obligados a tocarlo. Por eso creo que son los únicos que realmente merecen indulgencia por sus pecados. Esta tarde, justo antes de escribir el post, he sentido lástima de ellos. Por la ventana de mi despacho los he visto encaminarse a la calle del calvario, y he escuchado cómo, en fade out, Shakira y las Supremas daban lugar a un marcha solemne. Creo que estos músicos están deseando llegar a las calles desiertas para volver a tocar lo que les gusta. Pero no pueden; los vigilan. Y esta es la respuesta a una pregunta que me ha atormentado desde mi infancia: ¿quiénes son y qué función tienen los que van detrás de la banda? ¿Por qué los siguen? He especulado cientos de veces con la posibilidad de que esta serie de personas (nunca más de diez) sean parientes, amigos, fans de la banda o, lo más probable, gente curiosa que saber en qué termina todo aquello. Pero hoy sé que no es así, que los que siguen a los músicos en el pasacalles son vigilantes. Vigilantes represores de instintos, guardianes de la solemnidad, que no dejan salir a flote la evidencia de la cutrez.

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