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Día tranquilo

Día tranquilo. Agradable paseo de casi una hora y media hasta el Marais e intento de comer en un judío. Imposible. Decenas de turistas agolpados a las puertas de los restaurantes intentaban conseguir un felafel o como quiera que se diga. Opción dos: un macdonald. También a rebosar. Opción tres: un sitio tranquilo, cueste lo que cueste. Al final lo hemos conseguido cerca de la rue Saint Denis, la antigua calle de las prostitutas en la que aún quedan varios sexshops y lugares de espectáculos eróticos. Después, helado artesano e intento de asistir a concierto de órgano en Saint Eustache. La pereza nos ha podido y nos hemos vuelto a casa. Nos esperan varios episodios de Perdidos. Esto sí que es vicio.

Mientras se hacen las nueve, vuelvo de nuevo al trabajo sobre las estéticas migratorias. Ya queda menos. Aunque estoy algo atragantado con Heidegger y la cuestión de la técnica. Qué enrevesao es el puñetero. A su lado Lacan es Antonio Gala. Espero cogerle algún día el caire.

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Comentarios

  1. Ya te vale irte al Paris de la France a ver "Perdidos" (¿"perdues"?).

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  2. POSEÍDO
    Hola MAHN. Todo bien. No hay moros en la costa. Al hilo de una otitis que me tiene sin dormir, te reproduzco un fragmento de una hilarante disertación en la que no puedo por menos que reconocernos a tí, a mí y a unos cuantos más, y que viene al pelo de tus bibliomanías parisinas. La cita proviene de la obra Medicina de las pasiones, de J.-B. F. Descuret, donde secuenta la historia de Mr. Boulard, uno de esos bibliómanos decimonónicos al estilo de Sir Thomas Phillips en Inglaterra. Se dice que el propio Boulard reunió en sus seis casas de París seiscientos mil libros (casi como Paco Rico en San Cugat...). Descuret se refiere a la pasión de Boulard así:
    "Entre todas las manías coleccionistas, la de los libros me ha parecido siempre la más extendida, la más seductora y la más lentamente ruinosa (...) El bibliófilo se vuelve frecuentemente bibliómano cuando su espíritu decrece, o cuando su fortuna aumenta, dos graves inconvenientes a los cuales están expuestas las personas más honradas; pero el primero es mucho más común que el segundo. El bibliófilo sabe escoger los libros, el bibliómano los amontona; el bibliófilo pone un libro sobre el otro, después de haberlo sometido a todas las investigaciones de sus sentidos y su inteligencia; el bibliómano hacina los libros unos sobre otros, sin mirárselos. El bibliófilo valora el libro, el bibliómano no escoge, sino que compra. La inocente y deliciosa fiebre del bibliófilo es, en el bibliómano, una enfermedad aguda llevada hasta el delirio. Llegado a ese grado fatal, nada tiene ya de inteligente, y se confunde con las manías. (En suma) ... el bibliófilo posee libros, y el bibliómano está poseído por ellos"

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