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Nostalgia de la nada

Estoy desganado. El calor me está venciendo. Mis neuronas se derriten y apenas pueden aguantar operativas unos días más. No veo el momento de desconectar. Pero parece imposible. No hay manera de cerrar. Cuando tapo un agujero, aparecen otros cinco por los que entra el agua. Así, poco a poco, el barco se va a hundir, sobre todo porque cada vez me siento menos capaz para aguantar este ritmo. Y eso hace que, por momentos, me entre la misantropía, que vuelva a querer perderme y aislarme del mundo. Una pausa necesaria para seguir viviendo. He soñado que me dejaban tranquilo, que nadie me llamaba, que no recibía emails, que salía por la noche y nadie se acercaba a saludarme, que nadie me dirigía la palabra, incluso que nadie sabía de mi existencia. He soñado que era invisible durante unos instantes. He sentido vértigo, es cierto, pero ha sido solo al principio. Luego me he acostumbrado al anacoretismo y he sido feliz durante unos momentos. Después, el teléfono me ha despertado de la siesta. Y me ha asaltado de nuevo la nostalgia de la desaparición.

Comentarios

  1. Qué mejor lugar que esta entrada para contar el extraño juego que practicaba casi a diario en la media hora a pie que medía el trayecto desde la escuela hasta casa. Pues bien: consistía en ocultarse, desaparecer, tratar de no ser visto... Siempre que venía en dirección contraria un coche yo debía llegar antes a cualquier coche aparcado o conseguir llegar a la esquina en la que debía torcer. Sólo así me salvaba de "ser visto": interponiendo algo entre trayectorias opuestas. Valía con meter la nariz antes del paso del parachoque. Hay que tener en cuenta que en aquella época no había muchos automóviles circulando y sobraba sitio para aparcar; así pues el juego tenía su moderada angustia al "sprint" y su autoaclamación silenciosa si lo lograba. Si no lo lograba, estaba muerto. Algún día me morí unas cuantas veces, por pura mala suerte, por milímetros. Desconectar debe ser una cuestión de milímetros y de pequeños sufrimientos. Recuerdo claramente cuando al final de la cuesta torcía y entraba a mi corta calle, donde raramente pasaba vehículo alguno. Entonces se trataba de cruzamientos con seres humanos vivniendo al paso ppor la otra acera, por ejemplo. Al llegar a casa se desconectaba de todo esto como si nada. Allí empezaba otro mundo.

    Saludos al cruzar la esquina, tras la farola. Eh: aquí. (No se lo diga a nadie)

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