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La interpretación de un libro

Como todos los años, en verano intento sumergirme en la lectura compulsiva de los libros que voy dejando "para más adelante". Aunque no siempre llega a suceder con todos, a veces ese "para más adelante" sí que acaba llegando para muchos de los libros que se agolpan en la estantería de "pendientes". Y una de las mayores satisfacciones de estos días es –junto a la lectura de los libros, por supuesto– la visión del modo en el que la estantería va liberándose, y esos libros van yendo a parar, tras ser leídos, al lugar que le corresponde (que en mi caso es un orden delirante, a medio camino entre lo alfabético, lo temático y lo puramente posicional; aunque yo me aclaro y sé, más o menos, por dónde caen casi siempre).

Por alguna razón extraña, nunca disfruto los libros tanto como en estos momentos de lectura compulsiva. Quizá sea que durante el resto del año la lectura se mezcla con las mil cosas que hay que hacer y se ve interrumpida cada dos por tres por el trabajo y las preocupaciones cotidianas. Pero en verano, cuando todo lo demás se suspende aunque sea brevemente, uno logra transformarse en un lector a tiempo completo. Y en ese momento, toda la actividad del día se convierte en lectura y uno lee libros, pero también edificios, pantallas, momentos, rostros, sonrisas... El mundo entero se convierte en un libro del que ya no es posible salir. Es en estos momentos de lectura absoluta cuando siento que me encuentro con lo que realmente deseo, leer los libros como si fueran mundo y leer el mundo como si fuera un libro.

Curiosamente, en este momento de lectura entregada, ha llegado a mis manos una novela con la que comulgado como hacía tiempo que no lo hacía con otra: La interpretación de un libro, de Juan José Becerra (Buenos Aires, 1965), publicado a principios de año por Candaya. Un libro que cuenta la historia de un escritor, Mariano Mastandrea, que busca desesperadamente lectores en el metro y acaba encontrando allí una lectora de su primera y única novela. Una lectora perfecta, ideal, que ha interiorizado ese único libro hasta convertirlo en una obsesión. Pero también una lectora que siente que todo es lectura, que el mundo es un lugar que necesita de la lectura para ser dotado de sentido.


Entre otras muchas cosas, sin duda, lo que más me ha llegado de la novela es esa necesidad de leer el mundo que se encuentra tras la figura de la lectora. Una lectura que es una interpretación en el sentido vivencial y corporal, pues lo que hace la lectora es utilizar el libro del escritor casi como unas instrucciones de uso para la vida, como si fuera el libreto de una performance. Me ha recordado aquí a la interpretación que Sophie Calle hace del texto de Paul Auster, a esa necesidad de actuar con un guión prefijado e interpretar la partitura escrita por otro.

La lectora de este libro, Camila Pereyra, es casi una performer. Pero su actuación, como la de los performers (más que la de los actores), es real. Somatiza la escritura, la hace carne, la necesita realmente para actuar. Y este hacer carne la escritura es otra de las cosas que más me han interesado del libro, un sentido corporal, la concepción de la literatura como materia tangible, y de la experiencia lectora como encarnación.

La palabra se hizo carne y habitó entre nosotros se transforma aquí en la palabra se hizo carne y nos hizo habitar.

En realidad, el libro trabaja con el deseo de todo escritor: verse leído, sentirse leído, observar que las palabras penetran los cuerpos, literalmente, como el momento en el que el semen es comparado con la tinta y la lectora con un libro sobre el que se escribe de nuevo: "El líquido blanco entrando en el cuerpo oscuro es para Camila un trazo de tinta a mano alzada inscribiéndose en el papel que lo absorbe, lo conserva en forma de letra, de palabra, de frase, y le da un sentido" (79).

Leer es interpretar, hacer nuestro el libro, vivirlo, sentirlo, incorporarlo, encarnarlo. La lectora de esta novela es, en ese sentido, el ejemplo perfecto de lectora que cualquier escritor buscaría. El lector ideal que se hace realidad. El deseo cumplido. Al menos en primera instancia. Porque cuando las cosas ideales se vuelven reales hay algo en ellas que nunca se ajusta al deseo, a lo que habíamos imaginado. La realidad siempre es insatisfactoria. Nunca está a la altura de lo que habíamos previsto. En la novela, ni la lectora ni el escritor se ajustan al deseo. Y el goce nunca puede ser colmado del todo. La interpretación de un libro es un gran ejemplo del desajuste del deseo, pero también de la necesidad de materializarlo.

Hay también La interpretación del libro una fascinación por las imágenes que me ha llamado la atención. Una apuesta por la idea de que las imágenes debe ser leídas e interpretadas. Todo acto de visión es, parece decirnos el autor, un acto de lectura. Como sugería Antoni Muntadas, "la percepción requiere participación". Quizá aquí con la lectura ocurre lo mismo. La interpretación requiere participación, implicación.

Junto a la historia del libro de Mastandrea, están también aquí las historias que cuentan los cuadros de Edward Hopper, que van creando casi las imágenes de fondo sobre las que se desarrolla la trama, el decorado para le lectura. Unas imágenes, las de Hopper, que para Camila son ejemplos de actos de lectura, pues para ella todos los cuadros del pintor norteamericano presentan a figuras en actitud de leer. Aunque no tengan un libro cerca, leen edificios, calles, vidas... son intérpretes del mundo. Intérpretes en el sentido en el que Camila es intérprete del libro de Mastandrea –como parece ser también de muchos otros–, lectores que convierten el acto de leer en una forma de vida, o la hecho de vivir en una forma de lectura. Lectores, en cualquier caso, que convierten el mundo en un gran libro y que conciben la interpretación como una toma de posesión del sentido de las cosas. Comprender el mundo, de esta manera, solo es posible si uno acaba haciéndose mundo, si lo que vemos/leemos/escuchamos deja de estar fuera y se introduce en nosotros como un virus que acaba transformándonos por completo.

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