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Ben Lerner, o cómo ser contemporáneo

[Publicado originalmente en Paisajes eléctricos]


Hay novelas perfectas, obras maestras que te apabullan y que te anulan por completo. Ante ellas poco se puede hacer. Quitarse el sombrero y alabar su maestría. Luego están los libros malos o los mediocres. Tras su lectura, uno tiene la sensación de haber perdido el tiempo. Mejor haberlo dedicado a otra cosa. Pero luego hay otros libros geniales, que no llegan a ser perfectos del todo, pero cuya imperfección los acerca a la realidad y acaban llegándote incluso más que los libros perfectos. Hay mucho en ellos de genialidad, de maestría, de brillantez, pero también hay otras cosas que los vuelven terrenos, accesibles, que los llevan a un lugar en el que es posible la conversación. Ante ellos, el lector no se siente apabullado y anulado, sino todo lo contrario, es impelido a hablar, a situarse, a discrepar, en definitiva, a pensar. Saliendo de la estación de Atocha, la primera novela del joven norteamericano Ben Lerner (Topeka, Kansas, 1979), es uno de esos libros. Un libro genial que no es una obra perfecta y que, precisamente, en su no-serlo-del-todo tiene su mayor virtud: la de la naturalidad.

La novela narra la experiencia de un joven poeta americano que pasa en Madrid una temporada becado por una Fundación para realizar un proyecto poético –la memoria de la Guerra Civil española en la poesía contemporánea–. Un proyecto que siempre está en off y en el que, curiosamente, no parece creer ni el propio becario. Este escepticismo hacia el proyecto, pero también hacia el arte y la literatura se convierte en una de las ideas centrales que están detrás del libro. Una preocupación por la autenticidad de la experiencia estética que está presente desde la primera escena y que recorre la novela a través de diferentes modulaciones entre las que destaca, por encima de otras muchas, la cuestión de la impostura. Y es que Adam Gordon, el protagonista, se siente un fraude, un impostor. Nunca parece haber sentido la autenticidad de la experiencia estética, ni ante una obra de arte, ni ante un libro, ni tampoco ante la escritura. El concepto que tiene de su propia poesía es el de una impostura. Una ausencia de duende, llega a decir. Una especie de falta de esencia, de conexión con ese universo supuestamente extraordinario del arte y la cultura.

Su lectura del mundo artístico y literario desde esa desconfianza y frustración por estar privado de la autenticidad artística –que sin embargo no invalida la capacidad de articular discursos lúcidos e intelectuales acerca de la experiencia– subvierte el modelo clásico y extendido del escritor existencial y el poeta romántico, el chamán que está conectado con algún tipo de realidad extraordinaria negada al resto de los mortales. Aunque haya un cierto exotismo en algunos pasajes –el lógico de un americano en España–, la experiencia de vida y la experiencia artística del poeta tiende aquí a la erosión del modelo del escritor-genio-visceral. En la novela, el protagonista pasa de la vida al arte sin ningún tipo de transiciones, como si quisiera mostrarnos que no hay separación posible entre ambas esferas. El poeta caga, se masturba y lee a Tolstoi en el mismo párrafo. Sin solución de continuidad. Vomita en un coche, se lía en una conversación porque no maneja bien el español o piensa en la manera en la que la poesía de Ashbery nos habla sobre la experiencia lectora con la misma naturalidad.

Entre las cosas que habría que destacar de esta novela, yo me quedaría con esa naturalización del impulso poético, el bajar la escritura de las fórmulas establecidas, quitarle gravedad, pero sin llegar eliminarla del todo. Se podría decir que Saliendo de la estación de Atocha es la hija imposible de Tao Lin y Vila-Matas. La pérdida de gravedad, de autenticidad, pero también la elaboración de los monólogos interiores, la reflexión sobre la experiencia cultural. Y el humor, por supuesto, la ironía de un personaje que es casi una caricatura del escritor contemporáneo.

Todo esto configura una voz tremendamente personal. Una voz que puede llegar a ser representativa de cierta generación que está a medio camino entre los que llegan y los que ya están. Mientras leía a Lerner, aunque quizá la historia no me llegase a apasionar del todo, reconocía en su manera de ver el mundo, de andar por las calles, de pensar en el arte y la poesía, un sentido común, algo que compartía por completo. Me decía tras cada párrafo: quizá así es como yo lo habría escrito –de saber hacerlo–. Quizá es ése el punto de vista irregular e imperfecto en el que me reconozco.

Confieso que hacía tiempo que no empatizaba tanto con una novela. Mientras la leía, sentía que Lerner me hablaba a mí. Me hablaba exactamente en el lenguaje que yo sentía mío, el de una generación que no llega a comulgar del todo con la ligereza y mera “experiencialidad” de ciertas poéticas actuales, pero que tampoco se siente totalmente reflejado en el intelectualismo puramente teórico que en ocasiones convierte a las novelas en ejercicios de especulación literaria. El lenguaje de Lerner circula entre esos dos extremos. Hay pasajes de una ligereza extrema, casi banales, algunos de ellos incluso pobremente escritos. Y otros, sin embargo, que son de una riqueza y brillantez encomiable. Reflexiones y monólogos sobre el entorno y la experiencia del viaje que son alta teoría al nivel de Sebald o reflexiones sobre lo literario que, como apuntaba, no andan demasiado lejos de Vila-Matas.

Los cuerpos perfectos de los anuncios nos dejan fríos, pero a veces los cuerpos reales, con sus arrugas y sus pliegues, se vuelven reales y uno los siente como posibles. Yo he tenido esa sensación mientras leía a Lerner. En sus flashes de genialidad y en sus caídas a lo banal. He sentido que así es posible escribir hoy sin resultar impostado –por mucho que la novela vaya sobre la impostura–, que es la forma en la que un escritor de treinta y pico, que ya no es adolescente, pero que tampoco puede pretender –o creer– ser un genio consagrado, podría aspirar a escribir. Sin lugar a dudas, la de Lerner es una forma absolutamente actual y productiva de escritura. Creo que en Lerner muchos hemos encontrado a nuestro verdadero contemporáneo.

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