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Matadlos a todos, Dios reconocerá a los suyos. Consideraciones sobre el retorno de los zombis

Esta semana he participado en el C-FEM, el Festival de Cine Fantástico Europeo de Murcia, con una charla sobre zombis. Yo no soy un experto en el tema, ni mucho menos, pero sí es cierto que me apasiona. Quizá por eso acepté la invitación y preparé algunas notas sobre las que improvisé un poco. Algunos me han preguntado si se grabó la intervención. Afortunadamente, parece ser que no. Pero ante las peticiones de los fanáticos del tema, y sin que sirva de precedente, voy a colgar aquí las notas que llevaba para la conferencia. Lo hago a sabiendas de que se trata de un material precario, sin editar, lleno de reiteraciones, repeticiones, cosas dadas por sabidas y otras muchas que eran tan sólo apuntes para improvisar y comentar durante la charla. Aun así, como no creo que vaya a publicar esto en ningún lugar –sobre todo porque no tengo tiempo de ponerme a trabajar en serio sobre el material–, lo dejo en este limbo digital. Lo mismo alguna idea puede tener sentido y todo. Eso sí, os ruego que entendáis el texto como lo que es, la suma de unas notas precarias y escritas a la carrera para una intervención oral. No es un texto definitivo, ni mucho menos. Aunque las ideas están, y también lo que quería decir. Salvo alguna cosa.

*

Cuando se me pidió un título para hablar de zombis, no sé por qué, se me ocurrió este. "Matadlos a todos, Dios reconocerá a los suyos".  Reverberaba en mí la frase del abad de Citeaux y legado papal Armando Amalric.

En 1209, en plena cruzada de interior, Simon de Monfort, jefe de los cruzados en la ciudad de Beziérs y ante la negativa de los cátaros de entregarse, dio orden de tomar la ciudad. Alguien de entre su séquito le hizo notar que en el interior de la ciudad además de herejes habían buenos cristianos inocentes. Simón de Monfort consultó entonces con el Amalric y éste le contestó: "Matadlos a todos. Dios reconocerá a los suyos". Se cuenta que murieron en torno a 17.000 personas. Hombres, mujeres, niños, cátaros y no cátaros.

Por alguna razón, esta frase se me vino a la cabeza. Y fue una relación inconsciente. Acababa de ver Homeland, y seguía con The Walking Dead. Y enseguida pensé que había una relación entre ambas series y esta frase: los daños colaterales.

En Homeland, como en el terrorismo –y no olvidemos la relación de la palabra con el terror–, las víctimas son civiles, pero no sólo las víctimas de los atentados terroristas. También las víctimas de la guerra. La cruzada de Abu Nazir, el terrorista que persiguen, y la conversión de Brody, se produce precisamente después de una matanza indiscriminada. Hay una base terrorista cerca de una escuela. Y el vicepresidente ordena atacar. Hay niños. No importa. Es un sacrificio. Dios reconocerá a los inocentes. Son daños colaterales. Las guerras contemporáneas dejan miles de muertos.

En la horda zombi no hay niños, ni mujeres, ni inocentes. O nunca dejan de serlo. Todos son muertos, y todos son inocentes. Matar zombis indiscriminadamente es al mismo tiempo superar la colateralidad, es decir, el asesinato, o convertirse en un asesino de inocentes. El zombi es el inocente que vuelve. Porque Dios no pudo darle lo suyo, porque Dios ha muerto y no puede reconocer a los suyos. 

Creo que la era zombi tiene que ver, entre otras cosas con esto.

La guerra del Vietnam y las matanzas de Indochina fueron las primeras en las que la ciudadanía –sobre todo a causa de los medios– tomó conciencia de las matanzas de inocentes.

Q. So you fired something like sixty-seven shots?
A. Right.
Q. And you killed how many? At that time?
A. Well, I fired them automatic, so you can’t- You just spray the area on them and so you can’t know how many you killed ‘cause they were going fast. So I might have killed ten or fifteen of them.
Q. Men, women, and children?
A. Men, women, and children.
Q. And babies?
A. And babies.

Recordemos célebre póster anti-Vietnam que mostraba precisamente esa matanza indiscriminada con la frase: ¿Y los bebés? Y los bebés. 



Cuando en 1968 George Romero reinventa el zombi moderno, tiene claramente en la cabeza este imaginario. Gran parte de los estudios sobre el director vinculan su obra con un contenido político claro. Y él mismo suele hablar de cómo sus zombis en el fondo tenían que ver con aquellos muertos que nos rodeaban en Vietnam. De los que fuimos culpables y que ahora venían para encerrarnos en las casas, para asediarnos y para llevarnos con ellos.

Creo que el retorno de los zombis hoy tiene que ver, aparte de otras cosas, con el retorno de esa colateralidad. Mi tesis es que el retorno de los zombis tiene mucho que ver con el imaginario de la guerra y la muerte, de esas muertes de las que todos somos culpables –porque son para nuestra seguridad–. Son los que vuelven para llevarnos por nuestros pecados. Y también son aquellos que utilizamos para mostrar realmente lo que ya hicimos, matarlos a todos. Porque ahora sí que hay que matarlos a todos. Porque ahora la verdadera potencia indiscriminada del asesinato se puede ver satisfecha sin complejo de culpa.

Pero así como en las películas de Romero, todavía costaba trabajo matar a un zombi, hoy el zombi muchas veces se convierte en la excusa para la matanza indiscriminada, para la ultraviolencia de los vivos. El zombi vuelve para matarnos, pero también para que probemos sobre él nuestras armas. Fuego a discreción. El enemigo está por todas partes. Matadlos a todos. Ya no hay niños. Ya no hay culpa. Ya no hay Dios. Ahora ya está claro.


Esta fue la razón por la que puse este título, que en realidad en sí mismo quería ser la tesis de la intervención. Pero la intención aquí es reflexionar un poco casi en voz alta sobre esa figura que ha retornado y que se ha convertido casi en una marca comercial. Hablaré del zombi y de lo que supone. Generalizando mucho, porque al final cada autor reinventa sus zombis, que evolucionan. Desde el zombi primero, el haitiano, que es un esclavo privado de voluntad, hasta el zombi contemporáneo, que es un infectado, poseído por un virus, pasando por el zombi clásico que es un muerto viviente que sale de su tumba. Aun así, me centraré en un zombi que más o menos es común a todas las versiones, quizá menos la del haitiano, y que parte de la reinvención del zombi moderno, que es el creado por Romero.  Y terminaré con algunas reflexiones sobre Dead Set, que me parece una obra maestra del género, sobre todo porque culmina algunas de las cuestiones que estaban presentes desde un principio.

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El zombi es un caminante, puro cuerpo, que está muerto, o que está no-vivo, porque no tiene razón, ni pensamiento. Es cuerpo sin alma, con un apetito insaciable. Pura animalidad. Puro caos. Es el ejemplo fundamental de nuestra parte maldita. El terror que tenemos dentro. El otro que llevamos dentro. El monstruo que nos muestra.

Representa toda una serie de miedos: la aniquilación, la destrucción, la putrefacción… del cuerpo, pero también del cuerpo social y del sistema. El zombi es lo que llega para destruirlo todo. Para destruir nuestro cuerpo físico, y nuestro cuerpo social. Y lo hace precisamente a través de un cuerpo destruido y desde el afuera de todo sistema, desde la anarquía y el caos.

El zombi viene para llevarnos con él, a su mundo de su putrefacción, y para convertirnos en cadáver. Pero también viene para aniquilar nuestro orden artificial, nuestra sociedad. El zombi trae con él la eliminación de todo lo conocido. Es una mancha en el sistema. El zombi es la metáfora de la destrucción. Del cuerpo, de la vida, de la comunidad, de la estabilidad.

En cierto modo, el zombi, como el resto de los monstruos, sirve para poner cara al terror, para convertirlo en el horror. Félix Duque, entre otros muchos, ha establecido la diferencia entre el horror y el terror. El horror es la forma objetiva que toma el terror, que muchas veces no puede ser dominado. El horror no puede ser bello. El terror sí. Puede llegar a ser sublime. Pero el horror entra en juego para romper la sublimidad.

Dice Duque: "El horror es el sentimiento mechoso de la exasperación del asco, de la repugnancia" Es la ruptura de algo bello. El horror es nocivo. Quien se enfrenta al horror corre el riesgo de convertirse en él, de contagiarse. Sin embargo, el horror tiene un punto débil, y por tanto puede llegar a ser controlado. De modo que en cierta manera el horror asegura el puesto del hombre en el cosmos. El horror, como respuesta a algo descompuesto, supone un reforzamiento del sujeto.

El zombi pertenece al horror. Causa pavor, pero es una forma de decir los miedos que aterrorizan al sujeto contemporáneo. Es una manera de dar forma a la angustia vital tras la muerte de Dios y de todas las certezas. El zombi, como otros monstruos, plagas y elementos, es una manera de visualizar aquello que no tiene forma.

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A diferencia de otros monstruos, el zombi tiene la peculiaridad de que vive dentro de nosotros. El zombi somos nosotros mismos. Pero muertos. Es nuestra parte maldita. El zombi no es la alteridad absoluta, no es el otro radical. Es un otro que nos pertenece, que nos habla de nosotros. El aquello que seremos, o que podemos ser. Es lo que nos confronta con nuestro cuerpo podrido.

El zombi es el cuerpo putrefacto. Es asqueroso y abyecto. Es pura víscera. Cuerpo real. Y eso es el reverso del cuerpo espectacular. El zombi nos muestra el otro corporal, nuestro retrato de Dorian Grey, nuestro otro monstruoso, lo que no queremos ver, el cuerpo que expulsamos.

El zombi es la parte maldita del cuerpo espectacular. Es aquello que apartamos todos los días de nuestra vista, porque es molesto, porque perturba nuestro orden visual. El cuerpo del zombi vuelve con sus heridas, con su carne pútrida, con su sangre, como un Ecce Homo. Casi un Ecce Zombi. Ecce Corpus. Ahí está el cuerpo, puro. Una vanitas barroca que nos recuerda que la muerte está en todos los lugares. Que la putrefacción está a la vuelta de la esquina.

Y eso que quitamos de en medio vuelve para atormentarnos y para llevarnos con él. Porque a diferencia del fantasma, que nos advierte de algo, el zombi no nos perdonará. El zombi quiere llevarnos allá de donde viene.

El zombi por tanto es siniestro. Siniestro en el sentido entendido por Freud. Familiar y extraño. Es un cuerpo, pero no el cuerpo que vemos a diario. Está muerto, pero parece vivo. Posee doble naturaleza. Es aquello que nos recuerda el trauma de la separación, la pérdida del paraíso. Y quizá por eso el zombi vuelve para hacernos perder aquello que creíamos paradisiaco, el mundo feliz que habíamos construido, nuestro paraíso artificial. El zombi lo rompe todo.

El zombi es asqueroso, repugnante. Y lo es porque es transparente. Porque es un cuerpo abierto. Tras la piel, hecha jirones, se muestra lo que hay debajo. Se muestran las vísceras. El zombi pone en cuestión la artificialidad de la piel como pantalla y como escudo. La piel también como diferencia. Y tras la piel ya no hay razas ni colores. Todas nuestras vísceras son iguales. El zombi, en cierta manera, rompe con el racismo.

El cuerpo del zombi lo vemos por dentro. Nuestra mirada literalmente penetra por sus heridas, sus agujeros, sus jirones de piel. Es un cuerpo horadado. Es una arquitectura en ruinas.

En cierto modo, su transparencia del cuerpo-zombi tiene mucho que ver con la transparencia de la sociedad hipervisual contemporánea, donde todo tiene que mostrarse. Ya no hay secretos para la medicina, que ve nuestro cuerpo por dentro, para los escáneres de los aeropuertos, para los edificios de cristal… todo se hace transparente, visual.

El cuerpo del zombi también se abre, aunque quizá sus vísceras y su sangre nunca dejan ver del todo su interior. Y se parece más a un interior caótico que a una mirada ordenada.

Cuando en El nacimiento de la clínica, Foucault hablaba del surgimiento de la mirada médica, hipervisual, que penetraba los cuerpos y los ordenaba, del discurso racional de la medicina, confrontaba esos cuerpos diseccionados y racionalizados, asépticos, con los cuerpos de los muertos pintados por Goya, donde las vísceras son caos, masa, pura abyección.

El zombi quizá provenga de esa tradición de representación del cadáver como caos, como un cuerpo abyecto, grotesco, asqueroso, que nunca podemos ver del todo, porque está deshilachado, porque es puro proceso de descomposición. Es un cuerpo-proceso. Está mostrando y evidenciando lo que se produce en todos nuestros cuerpos en este mismo momento. Que nos estamos pudriendo.

El zombi es pura fuerza, pura biología. No hay individuo.

Freud, en su análisis de la formación de la subjetividad, hablaba de dos cuestiones: los instintos y las pulsiones. Y decía que los animales tienen instinto. Los humanos, los transformamos en pulsiones. El principio del placer, la libido; y más tarde distinguirá la pulsión de muerte y de destrucción.

A veces se ha dicho que el zombi no tiene pulsiones. Y si acaso tiene instinto, pura fuerza vital, como un animal. Frente al vampiro, por ejemplo, que sí tiene pulsiones. Hay algo de la libido y del principio del placer en el mordisco del vampiro.

Pero si lo pensamos bien, en el zombi no sólo hay instinto, como los animales. Hay algo más. Porque su sed de sangre y carne nunca se sacia. El zombi come. Pero nunca se satura. Porque no come para alimentarse, sino por una pulsión oral.

Además, el zombi no discrimina. Como dice Jorge Fernández Gonzalo, para el zombi todo está igual de bueno. Todo le sienta bien. Todo sabe igual. No tiene ningún tipo de comida preferida.

Los zombis que no tienen estómago siguen comiendo. Están muertos, no necesitan alimentarse. Es como si fumaran. Es una especie de droga para ellos. Una pulsión, por tanto, y no un instinto o una necesidad.

Y una pulsión caníbal. Esta es una de las transgresiones fundamentales del zombi: el canibalismo. Algo iniciado por los zombis de Romero. El muerto que se alimenta del vivo, de cerebros. El muerto que se come la razón. Es curioso que para matar al zombi, ser irracional, haya que romper su cerebro. La dialéctica razón-irracionalidad está muy presente.

La muerte nos devora, literalmente. Ser comido y devorado es uno de los miedos fundamentales, y la transgresión más radical, puesto que nos convierte en animales en peligro. Ser comido por un igual, rompe por completo lo humano. El canibalismo ha sido uno de los miedos fundamentales y de las ideas básicas por las que los antropólogos en la era del colonialismo decían de un pueblo si era civilizado o bárbaro.

La única ley que cumple el zombie es que no se come a sí mismo. Ni se comen entre sí una vez que ya están muertos. El zombi no es un carroñero. Su pulsión es la de integrar al otro, y la de arrebatar la vida.

Ayer apareció la noticia en los medios. El rebelde sirio que graba un vídeo extrayendo el corazón y el hígado de un soldado del régimen y comiéndolo frente a las cámaras mientras dice: "Juro por dios que vamos a comer vuestros corazones e hígados, soldados de Bachar, perros. Mártires de Baba Amr, matad a los alauíes y sacad sus corazones para comerlos".

Lo que hace el rebelde sirio es comerse el sistema, no para hacerse más fuerte, según ciertas creencias animistas de tribus caníbales, sino para aniquilar el sistema.

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El zombi, como decía, amenaza la integridad del cuerpo. Su cuerpo desmembrado nos desmembrará y devorará. Pero también amenaza la integridad del sistema, del cuerpo social. El zombi es pura anarquía. No tiene ley. No respeta ningún orden. No hay ninguna prohibición. No hay una sociedad zombi. El zombi es el caos absoluto. Es lo que amenaza la civilización, su parte maldita.

El zombi es un cuerpo-masa. Es parte de un cuerpo mayor. La pulsión de comer al otro en cierta manera tiene que ver con la pulsión de integrarlo en la propia masa. En este sentido, el Apocalipsis zombi es una tragedia sublime. El sujeto se integra, se metaboliza con algo que es más grande que él. Es el miedo al abismo, a la fuerza descomunal de la naturaleza, que amenaza llevarnos con ella.

El zombi al final acaba convertido en masa. No es un individuo. Tampoco siquiera es una horda. Porque no hay líderes –salvo en algún caso de George Romero, especialmente en La tierra de los muertos vivientes (2005)–, donde por primera vez los zombis se organizan en torno a un líder, Big Daddy, que conduce a los muertos a la ciudad como venganza; aquí hay una humanización absoluta del zombi.

El zombi, como comentamos, ha sido humano. Pero ya no lo es. Y sobre todo, está muerto –o infectado, sin cura–, con lo que parece que estamos legitimado para matarlos. La idea de matar al zombi, de acribillarlo, de la muerte en masa, de la orgía de sangre quizá es herencia en última instancia de Resident Evil. Una reviolentización del zombi, que cambia el paradigma. Ya no hay ningún tipo de piedad. Porque están muertos. El zombi es sólo un número, un objetivo. Un target, como en un video juego. Cuantos más zombis mates, mejor. Ya quedan menos.

La deshumanización absoluta también está en los asesinos… Y es en última instancia lo que nos permite matar indiscriminadamente al otro, el no considerarlo de ningún modo un semejante. Hay un proceso de distanciamiento absoluto. Igual que en el Holocausto. Los judíos no eran totalmente humanos para los nazis, por lo que, racionalmente, podían ser aniquilados. Eran puros objetos, mercancía, objetivo, material, meros cuerpos.

El judío y el zombi, lo no humano, tienen el mismo estatus. Han de ser vistos como radicalmente otros. Sobre todo porque, aunque uno por uno quizá sean semejantes, es su pertenencia a un todo, una raza, lo que los hace diferentes. En este caso, en el de los zombis, el zombi concreto no es nada más que una parte de algo mayor. De, esta vez sí, el otro radical: la muerte o la enfermedad.

No estás matando o golpeando a nadie en concreto, sino a la parte de un todo que es lo que realmente temes.

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Pero ¿se puede hacer todo con ellos? ¿Hay una dignidad zombi? Muchos filósofos se lo han preguntado. Hasta qué punto es lícito matar por pura diversión, hasta qué punto uno se puede uno ensañar, hasta qué punto se puede torturar a un zombi… Hay muchos ejemplos de tortura zombi. En El día de los muertos vivientes, por ejemplo, se tortura a un zombi, se experimenta con él. Se usa como cobaya. En La tierra de los muertos, también son utilizados como espectáculo. En Zombieland, matar zombis se convierte casi en una diversión. Saca una pulsión sádica y asesina. También en The Walking Dead aparece un personaje que los utiliza como protección y como mascotas casi, Michonne. Y otro, el Gobernador, que los utiliza como esclavos –casi volviendo a la idea del zombi haitiano.

Pero ¿Está todo permitido? Incluso si no son humanos, si están muertos, hay cosas que parece que no pueden hacerse.

El problema aparece sobre todo cuando hay un conocido. El resto del tiempo es tan solo un muerto, un otro radical. Ha perdido la humanidad. Pero siempre hay un momento en el que parece tener alguna huella. Al menos de cara al ser humano, que se resiste a perder lo humano. Se resiste a asumir la muerte. De hecho, cuando mata al ser querido-zombi, cuando lo vuelve a matar, llora. Llora por su muerte, y por la ilusión que ha tenido de que estaba vivo.

¿Recuerdan los zombis?

Parece que muchos vuelven a sus lugares, que tienen pulsión de repetición. Algo les mueve a volver. En Romero: al centro comercial. También el gasolinero o el cartero, que repiten acciones que ya no tienen sentido. En Zona Uno, de Colson Whitehead, aparecen, por ejemplo, dos tipologías de zombis: el skel, que es el que deambula y devora; y el stragg, que es inofensivo y que se ha quedado en bucle, repitiendo una y otra vez la acción del momento en el que se infectó.

Parece que hay algo en la memoria, un acto reflejo, una rutina, una pulsión de repetición. En The Walking Dead, por ejemplo, al principio, había algo que hacía volver a su casa a la mujer de Morgan. Un atisbo de recuerdo. En Dead Set, algo los lleva hacia la casa de Gran Hermano. No se sabe muy bien lo que es, pero todos quieren ir allí. Una huella de lo que han visto en televisión, quizá.
Queda, por tanto, un rastro de memoria, débil, pero algo parece quedar más allá de sus ojos. El zombi tiene alzheimer Y es que parece que ha perdido la memoria, no reconoce quien fue. No tiene piedad por nadie. Y tampoco siquiera puede hacer cosas que antes hacía.

En la historia de los zombis, los hay más y menos torpes. La excepción del zombi que maneja y se organiza es el de La tierra de los muertos, donde utilizan armas, y tienen estrategias. Pero por lo general, el zombi es torpe.

Está el zombi que apenas puede moverse, lento (1,5KM, dice Max Brooks en su guía de supervivencia zombi), el que no puede saltar una alambrada, el que no maneja la tecnología. Pero también el zombi rápido, acelerado. Desde 28 días, de Danny Boile, hasta Amanecer de los muertos de Zack Snyder, o el de Dead Set, o incluso de La horda o Guerra Mundial Z, se producido un cambio de paradigma. Algunos han hablado de la aceleración del zombi contemporáneo como una nueva etapa. El zombi 2.0. Los zombis rápidos que tienen que ver con la aceleración de la comunicación. Dromología zombi. La velocidad y la aceleración, dice Paul Virilio, es la clave de nuestra sociedad. Es lógico que los zombis sean cada vez más veloces.

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El Apocalipsis zombi acaba con la civilización tal y como la conocemos. Porque el zombi nos mata si nos lleva con él, pero su mera entrada en la civilización hace trizas el mundo conocido. La pandemia, la invasión de los zombis acaba con todos los sistemas sociales. El mundo se convierte en un estado de excepción. Y entonces se reajustan las normas de los que quedan.

Siempre acaba quedando una sociedad militarizada. Y prisionera. En casas, búnkeres, centros comerciales… El zombi nos hace presos. Y es entonces donde los sujetos se vuelven inhumanos. Porque lo que hace el zombi también es cuestionar la humanidad de los humanos y no sólo de los muertos.

Los que quedan, como en Ensayo sobre la ceguera, como en tantos y tantos fines del mundo, acaban mostrando que el ser humano puede ser lo más inhumano. Los verdaderos peligros muchas veces son los que quedan. Como en The Walking Dead. Los escollos no son los muertos, son los vivos. Igual que en cualquier invasión.

El zombi rompe la sociedad y el sujeto se queda solo. En ocasiones aparece la familia (FOX), y otras muchas, un abandono absoluto frente al mundo. Es un primitivismo, una vuelta a una sociedad destecnologizada. Donde la tecnología ya no nos vale de nada.

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El zombi nos pone frente a nuestra parte maldita, a nuestro otro más allá de lo social. Por tanto, su venida acaba mostrando lo que ya somos. Libera la represión. Además, por otra parte, el zombi muestra que todos ya estamos zombificados. Que todos somos zombis.

Como señala Fernández Gonzalo en varias ocasiones, hay una clara relación entre el zombi y el capitalismo. El capitalismo funciona como la pandemia zombi. Lo arrasa todo. Nunca hay un final feliz. Jamás se puede resolver la pandemia. Dice Jameson que se puede imaginar el fin del mundo, pero no el fin del capitalismo. Incluso después de muertos, los cuerpos vuelven a los centro comerciales. Por eso los zombis vuelven al centro comercial. Quizá allí recuerden que antes de eso ya eran zombis. Quizá allí se reconozcan en lo que ya fueron. La idea de la masa y la horda en las rebajas... Donde la gente se convierte en masa. Capaz de morder, empujar y casi matar por una televisión o una camisetas.

Está claro que las masas ya están zombificadas previamente. Eso sucede de modo evidente en Dead Set. Apenas hay diferencia entre el embrutecimiento de los que aclaman a los concursantes y los zombis que están en la verja. Son los mismos.  Igual que los concursantes. O el productor de televisión. Nadie está a salvo. Todos somos zombis. Todos nos convertimos en zombis frente a la tele.

En Dead Set, como en Diario de los muertos, es importante la pantalla, la cámara. La idea de la omnipresencia de lo visual y los medios. Igual que en las películas de Romero, los medios tienen un protagonismo destacado. Los medios de comunicación dejan de funcionar. Dejan de contar mentiras. La televisión ya no nos salvará. La pantalla se rompe. Los muertos entran en la ficción, rompen la ilusión, lo real rompe la pantalla. La muerte deja de ser algo que vemos en la pantalla y acaba devorándonos. Se vuelve real y nos lleva con ella.

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Voy acabando, volviendo al tema de la muerte.

El zombi muestra la muerte que se ha hecho invisible en nuestra sociedad. Quitamos la muerte de en medio. La tecnología nos hace casi creer que podemos vencer a la muerte –y a veces, paradójicamente acaba provocando ella misma la invasión zombi.

Pero por otra parte, la muerte es hipervisible, aunque no la vemos. Está por todos los lados. Pero no la miramos. Los zombis parecen decirnos que es necesario que los muertos salgan de sus tumbas para los respetemos. Son esos muertos que mueren como anónimos en el telediario los que vuelven, también como anónimos, para arrebatarnos a los nuestros. Para llevarse a los que sí tienen nombre.

Mi tesis tiene que ver con la omnipresencia de la muerte en todos los lugares. Una muerte hipervisible que no vemos y que retorna para hacerse visible. El gore vuelve, paradójicamente, como pantalla de protección. El zombi nos sirve como un elemento para curar aquello que sabemos que hemos visto pero que no queremos ver. La muerte de los sin nombre, pero también el horror de los sin nombre, de los parias, de los desclasados, de los andrajosos, de los excluidos del sistema.

El horror vuelve para obturar el terror, para hacerlo visible y por tanto para poder visualizarlo en algo.
En lugar de pensar como muchos teóricos que el zombi es una categoría política subversiva, creo que ese poder subversivo en el fondo es una manera de pacificar la mirada, de hacernos ver lo que no vemos por otro lado, pero también de conformarnos. Porque en el horror zombi no hay angustia. Precisamente el terror zombi da a la angustia un objeto. La angustia, lo decía Heidegger, y Lacan, es sin objeto. Algo nos angustia y no sabemos muy bien qué es.

El monstruo se ha hecho explícito en la posmodernidad. La angustia se ha objetualizado, se ha domesticado. El zombi acaba siendo integrado en la industria del entretenimiento. El mundo se convierte en un parque de atracciones zombi. Todos se vuelven zombis. Todo tiene su reverso zombi… Y al final si alguna fuerza tenía la figura del zombi acaba pereciendo por su banalización. Hemos integrado nuestros temores, los hemos domesticado, para protegernos de ellos. Por eso ya no los zombis no nos asustan. Sobre todo por una razón. Porque hemos demostrado de sobra que todos estamos más muertos que ellos. Y al mismo tiempo que nuestra sed de sangre supera con creces a la del zombi.

Lo que está claro es que, mientras sigamos matando, oprimiendo, excluyendo, deshumanizando a los demás para seguir con nuestra ilusión, con nuestro paraíso artificial, seguiremos creando monstruos para protegernos de la verdad radical, de esa que aún no podemos representar, de esa a la que el zombi ha puesto figura. Pero algún día, quizá más pronto que tarde, esa verdad acabe mostrando su verdadero rostro. Y todo se desmoronará para siempre. Los muertos saldrán de sus tumbas para reclamar aquello que les hemos quitado.

Y no habrá un Dios que los pueda redimir.

Ni a ellos, ni mucho menos a nosotros, que somos los que hemos montado este sindiós.

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