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Políticas de la ceguera. Una lectura de "La habitación oscura", de Isaac Rosa

[Publicado originalmente en Salonkritik]

Hace unas semanas, escribía aquí Ernesto Castro sobre Dark Room, el proyecto de Abel Azcona en el que el artista permanecía varias semanas aislado en una habitación oscura intentando encontrar su identidad. El proyecto acabó antes de tiempo y el artista tuvo que ser ingresado en un hospital después de varios días inconsciente. No sabemos si llegó a encontrarse a sí mismo. Hablaba Castro también de la obra de Omar Jérez y de la pulsión de clausura de cierto arte de acción contemporáneo. Una “poética” esta de la reclusión que tendría sus momentos cumbres en el encierro de Chris Burden en una taquilla de su universidad durante cinco días –su trabajo de fin de curso–, en las One Year Performances de Tehching Hsieh o incluso en los encierros de inmigrantes ilegales propiciados por Santiago Sierra. El encierro, pues, como metáfora de la exclusión y la opresión, pero también como lugar de confinamiento subjetivo y de búsqueda de la identidad. Una metáfora que, como sugiere Adam Phillips, sería la otra cara de la moneda de imagen de la fuga, que entiende el encierro sólo como la base para salir y escapar hacia cualquier lugar, como sucede en el caso de Houdini y de tantos otros. Encerrarse o escapar, por tanto, como modos de habitar la modernidad a contracorriente.

La habitación oscura, la última novela de Isaac Rosa, no está alejada de esta reflexión sobre el recogimiento voluntario. Y sus personajes, como sucede en Dark Room, también buscan la oscuridad y cierto tipo de aislamiento del mundo exterior. Sin embargo, los protagonistas de la novela no se recluyen en la habitación intentando encontrar una identidad supuestamente pura e incontaminada, sino que la utilizan como un refugio para ponerse a salvo de lo social y también como un espacio de liberación que les permite romper la tiranía de la vida cotidiana.

No es la primera vez que una novela de Isaac Rosa puede ser leída a través de su cercanía con el mundo del arte. De hecho, aunque la relación nunca sea manifiesta –en sus obras no se habla de arte, artistas o cuestiones directamente vinculadas con este mundo–, sí que lo es en cuanto a la problemática y las cuestiones que gran parte del arte contemporáneo presenta. Por ejemplo, en El país del miedo uno podía advertir una preocupación por los terrores cotidianos en un sentido semejante al modo en el que lo había explorado Antoni Muntadas en sus trabajos sobre la sociedad del miedo. O, en La mano invisible, la performance que realizaban los trabajadores frente a un público claramente recordaba a las acciones de Santiago Sierra y a su reflexión sobre el mundo del trabajo y el capitalismo contemporáneo.

Ahora, en La habitación oscura, de nuevo nos encontramos con algo que tiene que ver con el mundo del arte desde el principio. Y es que uno entra en la habitación –y en la novela– como quien entra en una exposición de arte contemporáneo. Pasa a través de una cortina y se enfrenta a un espacio vacío en el que pierde todas las referencias. Su cuerpo se expande, se pierde, se moviliza. Y sus ojos nunca se acostumbran a la oscuridad. Una oscuridad absoluta en la que el cuerpo está en medio de ninguna parte. Más que al proyecto de Abel Azcona o a otros encierros, esta habitación recuerda a las obras de James Turrell, Olafur Eliasson o Ann Veronica Janssens. Obras en las que uno pierde sus referencias y se encuentra con un cuerpo otro, diferente al cuerpo cotidiano. Espacios donde los límites se desvanecen, el tiempo se frena y el mundo exterior desparece por momentos.

Lo que ocurre en La habitación oscura, sin embargo, no es sólo una experiencia corporal de la oscuridad, sino que va mucho más allá. A través de una serie de historias entrelazadas que se alarga durante quince años y que tiene como centro siempre la habitación oscura, la novela se adentra en la desesperanza de una generación, la de los nacidos en la democracia, que ha visto derrumbarse todos sus sueños de juventud.

El argumento es sencillo. Después de experimentar la libertad que les proporcionó momentáneamente la oscuridad tras un apagón, un grupo de jóvenes decide construir una habitación oscura en la que poder relacionarse más allá de las normas y leyes que dominan la sociedad. En la habitación no hay reglas, salvo el silencio y la oscuridad. Allí nadie es nadie y todo está permitido. La escucha y la mirada son sustituidas por el tacto, el olfato y el gusto. Los sentidos de lejanía, los que forman la civilización, son reemplazados por otros más vinculados con lo cercano y la animalidad. Oler, tocar, saborear, sentir al otro en la propia piel.

En un principio esa tactilidad y pérdida de la visión es una liberación, una subversión de la ley y una ruptura de la norma. Pero la habitación comienza a funcionar más tarde como un refugio, un lugar interior de implosión más que de explosión. Sirve como una vuelta a los orígenes para tomar fuerza y afrontar un mundo exterior que se está desmoronando. Y es que la habitación, que en un principio sirvió de reencuentro con el yo pulsional, sin embargo, poco a poco, coincidiendo con la entrada de los jóvenes en la madurez, va convirtiéndose en un espacio para esconderse de lo inevitable, que no es otra cosa que el fracaso de todos los sueños y promesas de una generación que pretendía construir el futuro un país que dejaba atrás la dictadura. Sueños truncados que acaban desembocado en esto que tenemos ahora.

La habitación puede entenderse, pues, como un búnker simbólico. Pero también habría otra manera de verla. Se podría decir que la habitación funciona como una especie de sótano en el que se encuentra el inconsciente reprimido. La habitación oscura es el lugar en el que se quedan aprisionados nuestros sueños de libertad. Es el lugar de lo innombrable, de aquello que no puede salir a la luz porque fracturaría un mundo construido sobre la representación. En el relato, la habitación funciona casi como el das Ding lacaniano, ese vacío en torno al que gira todo. Un lugar que aglutina historias, encuentros, desencuentros, posibilidades y fracasos. Todo lo que se narra pasa de una manera u otra por la habitación oscura. Un espacio que, como no podía ser de otro modo, al final también acaba resquebrajándose. Porque hay fallas en todo sistema. Y siempre hay rendijas por las que se cuela la luz de lo real.

La novela, de este modo, acaba convirtiéndose en la crónica de un resquebrajamiento. Del desmoronamiento de toda una serie de sueños e ilusiones. Lo paradójico, y quizá uno de los grandes aciertos de Rosa, es que esos sueños son formulados a través de la oscuridad y no de la luz. Esta es una de las cosas que más llaman la atención, la potencia visual de las imágenes oscuras. La oscuridad lo penetra todo. Todas las vidas, lo de dentro y lo de afuera.

El lector imagina las imágenes que propone Rosa siempre a través de la oscuridad. Lo que ocurre en la habitación no puede ser visualizado del todo porque no hay luz. Es una especie de visión ciega con la que imaginamos la acción. Imaginamos fragmentos, sensaciones táctiles, pero nunca imágenes claras y precisas. Esa imaginación abstracta se sitúa en la tradición del mejor Beckett y su escritura antirrepresentativa en la que el lector pierde totalmente las referencias del espacio e incluso del tiempo. Igual que los personajes, el lector también anda por la novela totalmente desorientado. No hay un género de la narración. Es un nosotros informe. Un tú, un yo, un ella, que no tiene género y que cambia constantemente. En este sentido, el término generación adquiere un matiz interesante. La voz es un colectivo. Una multitud. Una generación.

Lo visual es central en la novela. Y no sólo en la presencia de la oscuridad, sino también en las alusiones constantes a la vigilancia contemporánea. Entre historia e historia, Rosa sitúa una serie de imágenes tomadas por dispositivos tecnológicos –cuyo sentido último no revelaré para no spoilear en exceso– que ponen de relevancia la hipervisualidad del mundo contemporáneo y el control de la intimidad de los sujetos que, más que nunca, están “sujetos a la visión del otro”. Sujetos que viven confinados en un panóptico de cámaras de vigilancia en el que ya no quedan ángulos muertos o puntos ciegos.

En cierto modo, la habitación oscura podría funcionar como uno de esos ángulos muertos que escapan a la vigilancia. Pero no sólo la habitación, sino también la propia escritura de Isaac Rosa parece incorporar ese sentido de resistencia al panóptico. El lenguaje, la manera de plantear la relación con la écfrasis, la descripción minuciosa de imágenes que sin embargo no podemos imaginar, la idea de andar perdidos ante lo que no podemos ver, hace que la escritura de esta novela no sea desveladora y que siempre quede algo sin mostrar. No podemos ver del todo a los personajes, no los objetualizamos, no sabemos nunca del todo lo que piensan. Si en La mano invisible la repetición constante servía para proporcionar una experiencia lectora que recordaba al cansancio mecanizado del trabajo, aquí es la oscuridad la que juega un papel esencial en el modo en el que se crea el texto y se configura la imaginación del lector.

Isaac Rosa presenta en este libro una batalla contra el lenguaje establecido y contra los modos instituidos de contar e imaginar las historias. Y es esa tensión que no da nada por sentado y que interroga al medio la que hace que su novela pueda ser entendida como una obra política. No tanto por lo que cuenta, que también, sino especialmente por el constante interrogatorio al que son sometidas las herramientas que utiliza. Como sugería Benjamin en “El autor como productor”, es necesario cuestionar el medio, saber que no es neutro, ser consciente de que está penetrado por el poder. La novela, la imaginación literaria y el modo de narrar tienen una ideología, una especie de memoria de programa, que es necesario evidenciar. Todas las novelas de Rosa –podemos verlo aún mejor en El vano ayer– interrogan a la herramienta, rompen la ilusión, introducen al narrador o al lector como mancha en la escritura. Y eso hace que los engranajes que habitualmente son transparentes se obstruyan y muestren al lector que la maquinaria que tiene ante sus ojos es una construcción, un artefacto, un dispositivo creado por una mano que no es nunca más invisible.

La política del arte no está en representar abiertamente la injusticia, en señalar al culpable y en decirnos lo que ya sabemos. Está sobre todo en cuestionar los medios que tenemos para señalarlo, en problematizar nuestra propia posibilidad de señalar, y en mostrar que quizá ni siquiera haya a quien señalar claramente. Y esto es también es una de las virtudes de la novela de Rosa, la ruptura de la identificación palmaria de los responsables de todo lo que nos ha sucedido.

Si algo sabemos hoy de nuestra sociedad contemporánea –la del capitalismo avanzado, integrado o como queramos llamarlo– es que el enemigo hace tiempo que ya no está en el exterior. El enemigo es como un virus que no puede ser separado de nosotros. El capitalismo somos todos, no sólo los bancos. Los responsables también están aquí dentro. Y sólo en la medida en la que sepamos reconocer nuestra parte, algo podrá ser cambiado. Porque lo contrario es simplemente señalar, ser puras víctimas de un sistema corrupto.

Lo que está claro es que no existe un exterior incontaminado o un interior puro en el que estemos a salvo del mundo. La habitación oscura no es, por tanto, más que una ilusión, un intento de cerrar los ojos ante lo que está sucediendo, de esconderse como los avestruces y seguir soñando un sueño del que hace tiempo que muchos han despertado. Quedarse en la habitación oscura es, por tanto, dejar de creer en la potencia de la comunidad para alterar el rumbo de la historia y poder cambiar las cosas. Como diría Benjamin, es hora de despertar de los sueños del pasado, mostrar las promesas no cumplidas, y comenzar a construir el futuro.

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