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Escritura y contemporaneidad

[Publicado en La Opinión, 28/03/15]

Hay libros que sientes que están escritos para ti, que te hablan y te aluden directamente, como si el escritor te hubiera tenido en la cabeza en todo momento como lector ideal. Evidentemente, se trata de una ilusión. Pero no deja de ser sorprendente, porque a veces se establece una intimidad y cercanía con lo leído que va un paso más allá de la habitual comunicación narrador-lector.

Algo así es lo que me ocurre con los libros de joven norteamericano Ben Lerner. Su primera novela, Saliendo de la estación de Atocha, la disfruté con una intimidad inusitada. Y, ahora, con 10.04, que acaba de publicar Reservoir Books, esa cercanía no sólo se ha vuelto a producir, sino que se ha hecho aún mayor. Hay algo en su escritura que me cautiva. Tiene mucho que ver, desde luego, con su capacidad de análisis de la realidad, su racionalización de la experiencia, su examen minucioso de las emociones y su desapego irónico respecto al mundo intelectual en el que se mueve. Y por supuesto, también con la atención prestada al arte contemporáneo y el lúcido recuento de su experiencia ante las obras –como ocurre en 10.04 con las instalaciones de Donald Judd en Marfa, las obras de Christian Marclay, o su absolutamente genial relato de los ready-mades desfetichizados del Instituto del Arte Siniestrado–. Pero sobre todo, si percibo esa cercanía, si siento que “Lerner escribe para mí”, es, creo, porque me habla desde un tiempo común; es decir, porque es mi contemporáneo. Mientras leía 10.04 percibía que era así como hay que escribir ahora, que ése es el lugar preciso de la novela: consciente de su artificialidad, mostrando sus costuras, aprovechándola como dispositivo de análisis de la realidad contemporánea. Lerner es, pues, nuestro contemporáneo. Lo escribí respecto a su primera novela y ahora lo repito. Toma el pulso al presente. Y le habla en su propio idioma.


10.04 me ha fascinado por muchísimas cosas, aunque reconozco que ha sido su reflexión sobre la temporalidad la que más ha llamado la atención. En realidad, todo el libro tiene que ver con las diversas maneras en las que percibimos el tiempo. La enfermedad que le diagnostican al protagonista le hace sentirlo de modo alterado y la propia novela, en sí, trabaja con el dentro y el fuera del tiempo, casi como en las obras de Escher. Todo camina hacia la toma de conciencia de la experiencia temporal, como sucede con la obsesión del protagonista por The Clock, la película de 24 horas realizada por Christian Marclay y compuesta por el montaje, minuto a minuto, de escenas de la historia del cine en la que aparece un reloj marcando la hora. 


Cuando leía el momento en que se experimenta la instalación, no podía evitar pensar en el protagonista de Punto Omega, de Don DeLillo, que también nota cómo se ralentiza el tiempo en la obra de Douglas Gordon 24Hour Psycho. Allí el sujeto percibía el tiempo expandido, denso, casi táctil. En la obra de Ben Lerner, en cambio, el sujeto siente que el tiempo se diluye, se volatiza. Sin embargo, en ambos casos la escena artística es mostrada como un lugar en el que el tiempo fluye de modo diferente al de la vida cotidiana. Frente a los ritmos del capital y la mercancía, el arte propone experiencias temporales alteradas. Y esa trasformación del tiempo es, en cierto modo, una metáfora de la literatura –de la buena literatura–, que también nos hace conscientes del tiempo que habitamos, e introduce en él temporalidades alternativas que nos resitúan en el presente y nos hacen habitarlo conscientemente.



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