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Mundos paralelos (entre el sueño y la pesadilla)

En Ithaca vives en algo así como dos mundos paralelos: el mundo feliz e ilusionante de la Society for the Humanities y el mundo hijoputa ruidoso de tus vecinos. El primero es un sueño; el segundo no te deja dormir.

En la Society trabajas, lees y escribes con una tranquilidad y concentración que ya habías olvidado. El tiempo pasa a un ritmo diferente. Vives en los libros, descubres teorías, autores, disfrutas volviendo a hacer eso que en estos años casi habías dejado de lado: investigar. Durante esta última semana has conocido al resto de los becarios. Es un honor y un privilegio compartir espacio con ellos. La idea de formar una comunidad intelectual de continuo debate sobre ideas y cuestiones que te interesan es algo así como un paraíso. A pesar de tu inglés zizekiano, te vas haciendo entender y ya has presentado tu proyecto en la temida ronda de introducciones en la que cada uno cuenta su vida y su tema de trabajo –una especie de alcohólicos anónimos intelectual–. Habéis sido presentados a la comunidad de amigos de las humanidades de Cornell y parece que ya todo va sobre ruedas. Los libros que solicitas en la web de la biblioteca llegan al despacho, el ventilador funciona, la impresora tiene toner nuevo, te has acostumbrado al teclado del ordenador y ayer echaste tu primera minisiesta entre los sillones. La Society es tu casa.


De hecho, en Ithaca, la Society es lo único que es tu casa. Porque tu casa es una puta pesadilla. Anoche tuviste que salir de allí porque la música se te metía en el estómago. Te fuiste al bar y te pusiste hasta arriba de cerveza intentando paliar el cabreo. Antes, escribiste a la casera para decir que esto no lo aguantas, que vas a llamar a la policía, que así no se puede vivir y que, si no cambian las cosas ,te vas de allí. Ya no es sólo la música los días de fiesta –que parecen infinitos–, es el escándalo, los golpes, los gritos. Te has comprado unos tapones, pero ni así se puede hacer nada. Has acabado cogiendo manía a la casa y vas a intentar irte de allí antes de que ocurra una desgracia. Y es que anoche sentiste que estás en el límite de perder el control y que se te vaya la pinza. Ibas a subir a media fiesta a pedir por favor que bajaran el volumen de la música antes de que se hundiera la casa. Estabas decidido. Pero justo cuando ibas a tocar a la puerta, viste por la ventana a un colega chungo, tatuado y musculado hasta el cuello, y te entró la cagalera. No sabes si eres cobarde o prudente. Pero está claro que la prudencia tiene también sus límites. Y el tocar los huevos siempre tiene un punto de ebullición. Los tuyos están cocinándose a fuego lento, pero ya sientes el chapoteo del agua fuera del cazo. Tienes que salir de allí antes de que la cosa acabe mal y se te quemen del todo.

Hoy has comenzado a buscar algo nuevo. Habitación, casa, refugio, puente… lo que sea con tal de que sea tranquilo, al menos relativamente tranquilo. De entre todos los estudiantes, te han tocado, sin duda, los más ruidosos. Hijos de puta. Esto es lo que, junto a sus golpes, resuena en tu cabeza una y otra vez. Hijos de puta. A esto es a lo que dedicas tu tiempo en la casa. No a leer, a escribir o a descansar. Sino a pensar –y poco a poco a decir en voz alta– “Hijos de puta”. La cosa no va a ser fácil. Firmaste un contrato de un año. Tendrás que negociar y encontrar una solución. Mientras tanto, mientras escribes este post y en la planta de arriba una manada de elefantes parece que acude al grito de  un Tarzán rubio y musculado, lo único que se te ocurre decir, pensar y escribir es: “hijos de puta”.



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