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Diario de Ithaca 8 (Preferiría no hacerlo)

[Emitido en Preferiría no hacerlo, programa literario de Aragón Radio. 23/11/15.

He perdido todo el inglés que había aprendido. La semana y media en España se lo ha llevado por delante. Mi cabeza está ahora en español. Y creo que no voy a encontrar el modo de cambiarla. Por eso, me dejo vencer y abro una de las novelas que he traído conmigo. El comensal, de Gabriela Ybarra. La leo casi entera de un tirón. Es cierto lo que había oído. Emocionante, justa, precisa, valiente.

Paso el viernes planificando el mes y contestando e-mails. Si los archivos digitales ocuparan espacio en mi mesa, estaría prácticamente sepultado por correos sin contestar. Demasiado trabajo aplazado. Cuando acabo, tomo unas cervezas con Joe en el Big Red Barn. De regreso a casa me doy cuenta de que debería haber ido al aseo antes de salir del bar. Hace frío y está lloviendo. Mi vejiga no puede más. Cuando veo la casa en la lejanía, noto que voy a explotar y comienzo a correr. Al llegar, no encuentro la llave. No quiero mear en la calle. Busco otra vez. Siento que todo se suelta. Me pongo nervioso. Salgo corriendo afuera. No me da tiempo a bajarme la bragueta. Y decido rendirme. Me orino encima como cuando era un niño pequeño. Siento la orina caliente llegar a los tobillos. Joe me mira desde lejos. Este momento es demasiado íntimo, dice. Y entra en casa. Imagino lo que piensa de mí. He vomitado en la escalera. Me he meado encima. Lo próximo no quiere imaginarlo.

Me ducho dos veces para quitarme el olor y llego a Coltivare Ithaca, donde he quedado con Katryn, Valeria y otros profesores españoles. Mientras los espero en la barra miro internet y no doy crédito a lo que leo: 120 muertos en París. Durante esa noche aún no soy consciente de lo que eso significa.

El sábado lo paso en casa sin separar la vista de la pantalla. No sé qué hacer o qué decir. El atentado me ha dejado sin palabras. Es como si de un plumazo se hubieran llevado por delante todos mis argumentos. Aún hoy no me sale decir nada. En las redes sociales tan sólo escribo “ufff” o “nublado”. Y es que es así cómo me siento. Paralizado, sin posibilidad de pensar nada en claro. Frente a tanta opinión y tanto experto por todos los lugares, lo que ocurre en el mundo me ha dejado absolutamente en blanco. Me miro al espejo y me doy cuenta de lo inútil que soy en estas situaciones. Estoy bloqueado. Cómo podría siquiera entender a los que tienen que actuar, a los que tienen que tomar decisiones. Todo me da vértigo. Y no encuentro la manera de superarlo.

El lunes por la mañana hago de amo de casa. Lavo, limpio, friego… pongo orden en la casa como un intento de ordenarme yo también. Por la tarde, llega mi novela. Es el momento más hermoso. El tiempo se detiene. Cierro la puerta del despacho. Abro el paquete con lentitud. Saco el libro y lo dejo sobre la mesa. Me quedo mirándolo unos segundos. Luego lo abro, lo huelo, lo llevo a mi rostro, paso página por página para comprobar que todo está ahí. Leo con miedo el primer párrafo y el último. Perfecto. Tantas noches sin dormir, tantos desvelos, tantas obsesiones… Tanto, en tan sólo doscientas y pico páginas.


Y ahora yo, tan lejos. Me gustaría estar en España. Y ver el libro en las librerías. Estar cerca de él. Me siento aquí como un padre que se pierde los primeros pasos de su hijo.

Con el rostro feliz, voy a la conferencia de Michael Löwy sobre Walter Benjamin en Latinoamérica. Aviso de incendio, su libro sobre las tesis de la historia es fundamental para mí. Después de la charla me lo presentan y le regalo mi ensayo sobre Benjamin y el arte contemporáneo. Por la noche, mientras celebro la llegada de la novela con unas cervezas y discuto sobre poliamor con Katryn, Valeria y Jonathan, comienzo a sentir el dolor de garganta. Al día siguiente me levanto con fiebre. La gripe ha llegado a la ciudad.

El miércoles, casi sin poder hablar, conferencia de Jonathan Culler sobre la actualidad de la teoría literaria. Después, cena en la Society. Allí me siento un privilegiado. Se habla de Derrida, de Agamben, de Lyotard y Foucault como si fueran amigos de toda la vida. Revivo el pasaje de mi novela en el que el personaje se siente como un impostor en medio de intelectuales comprometidos. Lo experimento todo con distancia. Pierdo por completo la voz. Vuelvo a salirme de la imagen.





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